Estamos en un contexto de emergencia social, ecológica y climática. La desigualdad en torno a la tenencia de la tierra, que expulsa a los habitantes de las zonas rurales hacia los cinturones de pobreza urbana, pone en extremo peligro a los sistemas alimentarios regionales y globales. En la Argentina el acceso a la tierra para la producción de alimentos nunca tuvo tratamiento legislativo. Es por esto que desde múltiples espacios socioambientales y campesinos exigimos con urgencia el debate público alrededor de la propiedad de la tierra y sus usos.
El problema del agro en números América Latina es la región del mundo más desigual en cuanto a la distribución de la tierra.
En la Argentina, el 95% del territorio nacional corresponde a tierras rurales (266.711.077 ha) de las cuales se cultivan más del 37%. Entre 2002 y 2018, el proceso de concentración de tierras hizo desaparecer un 25,5% de los emprendimientos agropecuarios. Si extendemos la comparación hasta 1988 vemos que la reducción fue del 41,5%.
Hoy, el 40% del territorio (unas 65 millones de hectáreas) está en manos de 1.200 familias y empresas.
El 1% de la superficie cultivada son legumbres para consumo humano, el 1,4% frutales y tan solo el 0.4% son hortalizas. La superficie que insumen estos tres cultivos de alimentos para personas es de 1 millón de hectáreas, mientras que la superficie destinada a producir commodities de exportación (soja, maíz, trigo, girasol, algodón) supera los 30 millones de hectáreas y no contribuye de ninguna manera a la soberanía alimentaria.
La “Revolución Verde” caracterizada por la incorporación de “paquetes tecnológicos” cerrados que prometían mayores rindes y menos dedicación física e intelectual, aumentó la productividad pero disparó las “externalidades negativas”, a la vez que causó cambios estructurales en el uso y la tenencia de la tierra: se consolidó el agronegocio exportador de commodities y disminuyó el sector de la agricultura familiar, pasando en muchos casos a ser una actividad de subsistencia.
La tierra se concentró en muy pocas manos y su destino pasó a ser la producción de monocultivos de exportación.
Sin embargo, el 60% de los alimentos frescos que se consumen en el país es producido por el campesinado y pequeños productores familiares: más del 80% de elles alquilan la tierra.
El mito ordenador del “Granero del Mundo”
¿Quién va a alimentar a una población creciente si no lo hacemos nosotros? ¿Con qué otro recurso podemos pagar lo que importamos? Este razonamiento subyace en toda la narrativa agropecuaria argentina. Pero esto no es más que una ficción ordenadora, un mito convenientemente sostenido para perpetuar un paradigma que no sirve más, que está agotado y que se tiene que terminar, ya que ni siquiera logra alimentar a la población del propio territorio.
En los escenarios actuales, el modelo agroindustrial, responsable de casi un 40% de las emisiones de los gases de efecto invernadero (GEI), no está cumpliendo su objetivo declarado de producir alimentos para una población mundial creciente. El modelo está diseñado para maximizar los beneficios económicos de unos pocos: los dueños de los medios de producción: tierra, maquinaria y tecnología moderna, con la participación clave de los traders, un puñado de firmas que intermedian todas las transacciones y de hecho determinan los precios de los commodities.
Para mantener vigente este modelo es fundamental que el petróleo siga siendo relativamente barato. Solo así se logra que la producción de cereales y oleaginosas no se encarezca y haya mayores ganancias, aunque sea a costa de llevar el clima a límites incompatibles con la continuidad de la civilización.
Según datos del Inventario Nacional de Gases de Efecto Invernadero (INGEI), en la Argentina la agricultura, la ganadería, la silvicultura y otros usos de la tierra generan el 38% de las emisiones. De esos gases que calientan la atmósfera, casi un 15% proviene de la deforestación, que se hace para aumentar la superficie de soja transgénica y expandir la ganadería vacuna.
A escala planetaria, una atmósfera más caliente no solo derrite los hielos polares y los glaciares sino que altera las corrientes marinas que regulan la evaporación y las precipitaciones, modifica los ríos atmosféricos y provoca sequías e inundaciones más extendidas y prolongadas, incluso donde antes no eran habituales.
En conclusión, las únicas opciones que quedan después de cruzar estos datos es que tenemos que cambiar la ecuación: la producción de alimentos solo puede crecer si lo hace de manera sostenible, sin aumentar la superficie cultivable, usando menos petróleo, menos agua, menos nitrógeno y redistribuyendo la tenencia desde grandes pooles concentrados hacia la agricultura familiar de base agroecológica. Esta transición necesaria tendrá, además, que llevarse a cabo en un escenario de calentamiento global, migraciones masivas, estallidos sociales crecientes, conflictos bélicos, crisis financieras y escasez de materiales.
Está claro que el modelo agroindustrial exportador, el agronegocio, que es lineal y petrodependiente, no está en condiciones de responder a estas necesidades: está agotado.
Nuestra última oportunidad
Existe absoluto consenso científico: estamos transitando el colapso del clima y los ecosistemas y tenemos una pequeña ventana de oportunidad para reconstruir sistemas alimentarios resilientes. Esto implica nada menos que repensar a fondo el lugar de la agricultura dentro de un nuevo paradigma, uno más realista que el actual, claramente inviable. Para lograrlo es preciso pasar cuanto antes a sistemas diversificados que garanticen la soberanía alimentaria, que no dependan del mercado externo de commodities, que estén basados en la agroecología y que no sean el negocio de unas pocas corporaciones, un sistema que regenere y revalorice el trabajo humano digno, que reduzca insumos, que permita el acceso a la tierra y, sobre todo, que genere las condiciones para que la transición hacia una nueva realidad ecológica y climática sea justa y equitativa.
Hoy más que nunca es necesario anteponer la vida, en todas sus manifestaciones, a la generación y concentración de riqueza.
Ignorar la información científica es la ceguera política más criminal de este tiempo.
La agroecología de base campesina debe dejar de ser considerada sólo como una alternativa: es la forma de empezar a desandar el camino del hambre y la dependencia alimentaria y de revalorizar el trabajo agrícola.
No hay reclamo más genuino que el de aquellxs que quieren ser dueñxs de la tierra con la que trabajan, porque la breve duración de un período de alquiler impide construir viviendas dignas o establecer cualquier tipo de cuidado agroecológico ya que todo emprendimiento que recicla energía, agua y nutrientes tarda un tiempo en establecerse.
Garantizar comida sana para la población debería ser la prioridad absoluta de cualquier gobierno, pero en Argentina el acceso a la tierra para la producción de alimentos nunca tuvo tratamiento legislativo.
Estamos transitando el colapso del clima y los ecosistemas: necesitamos con urgencia un debate público y responsable alrededor de la propiedad y uso de la tierra. Es urgente una transición hacia la agroecología descentralizada y sin intermediarios. Es urgente el tratamiento en el Congreso de la ley de acceso a la tierra.
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