Latifundio, poder y discriminación de las mujeres rurales en Costa Rica
Por: Tanya García Fonseca, María Alexandra Medina, Eva Carazo Vargas y Heidy Murillo Quesada
En Costa Rica, la cuestión de género ha sido soslayada en las estadísticas nacionales, particularmente en el mundo rural. Se cuenta con pocos datos sobre el acceso, tenencia, control, gobernanza y productividad de la tierra para las mujeres, lo que facilita que la institucionalidad pública y la misma sociedad vuelvan invisibles y eludan las desigualdades que enfrentan las mujeres campesinas y rurales. Cuando algo no se documenta, corre el riesgo de no existir. Las mujeres contribuyen significativamente con el desarrollo del país, constituyen un aporte imprescindible en la producción rural, sufren condiciones de explotación, discriminación y violencia. Pero de esto, en Costa Rica, casi ni se habla.
Según los datos más actuales del censo agropecuario realizado por el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC) en 2014, y el anterior realizado en 1984, en Costa Rica hay un proceso claro de concentración de la tierra, que afecta particularmente a las mujeres. La tierra destinada a usos agropecuarios disminuyó un 21,6% en el período, y la cantidad de fincas se redujo en un 8,7%. Pero, además, resulta preocupante que el 61,4% de las fincas, menores a 10 hectáreas, abarcan apenas el 7,5% de la tierra, mientras que un 60% de ella es apropiada por apenas un 4,8% de las fincas, que tienen extensiones superiores a las 100 hectáreas.
El último censo agropecuario revela también una clara brecha entre productores y productoras: del total de 80.972 personas físicas productoras, 12.598 son mujeres, lo que equivale al 15,6% a nivel nacional; y 68.374 son hombres, lo que corresponde al 84,4% del total. En algunos cantones del país la diferencia es aún mayo
Además, aproximadamente el 53% de la tierra que está en manos de mujeres no supera las 3 hectáreas de extensión.
La Ley de Promoción de la Igualdad Social de la Mujer establece en su artículo 7 que “toda propiedad inmueble otorgada mediante programas de desarrollo social, deberá inscribirse a nombre de ambos cónyuges, en caso de matrimonio; a nombre de la mujer, en caso de unión de hecho; y a nombre del beneficiado en cualquier otro caso, ya se trate de hombre o de mujer”. Sin embargo, no permite saber con más detalle la situación del acceso y la gestión de la tierra por parte de las mujeres.
Fuente: Elaboración propia a partir de los datos del Censo Agropecuario 2014, INEC.
Probablemente, esto se relacione con que hecho de que el censo agropecuario registra como “persona productora” a quien tiene la responsabilidad económica de la finca. En consecuencia, cuando esa responsabilidad es compartida en la familia, pero se ha registrado a nombre de hombres, la participación de las mujeres en los procesos de producción acaba invisibilizándose.
Es necesario levantar información que permita hacer lecturas diferenciadas por sexo, identificar la copropiedad y el manejo familiar de las pequeñas fincas agropecuarias, que son una mayoría en Costa Rica. Esto permitiría mostrar de forma mucho más clara a las mujeres que poseen tierra de manera conjunta con su pareja y, a partir de allí, preguntarse cómo se ejerce esa propiedad, es decir, qué control tienen las mujeres copropietarias sobre sus tierras.
35.5% de las mujeres registradas en el censo agropecuario indicaron dedicarse a labores domésticas y 16.1% a estudiar. Esto representa más de la mitad de las mujeres mayores de 12 años. Así mismo, 16.4% de las mujeres registradas dice trabajar en la finca sin recibir ninguna remuneración.
Fuente: Elaboración propia a partir de los datos del Censo Agropecuario 2014, INEC.
El censo indica que 54,9% de las mujeres rurales se dedican a labores agropecuarias, mientras 75,6% de los hombres lo hacen. 18% de los hombres y 13,1% de las mujeres que viven en las fincas realizan tareas administrativas. Entre tanto, sorprende que casi 30% de las mujeres rurales llevan a cabo tareas que son calificadas por el censo agropecuario como “otras labores”.
Los conceptos “labores domésticas” y “otras labores”, especialmente comunes entre las mujeres rurales, acaban agrupando tareas como el cuidado de animales, la siembra y recolección de productos destinados a la alimentación familiar o a la medicina tradicional, la selección y el cuidado de semillas, así como la limpieza del frijol, entre otras. Además, agrupan la preparación de alimentos y el cuidado general de la familia, que tradicionalmente han sido asumidas por las mujeres, incluso cuando no las identifiquen como su actividad principal. El censo vuelve difusas e intangibles buena parte de las funciones productivas y reproductivas estratégicas que ejercen las mujeres en las familias campesinas.
En Costa Rica, el acceso a servicios como el crédito, la asistencia técnica y la capacitación, esenciales para producir la tierra, suele ser deficiente y muy limitado en el sector rural. Por supuesto, lo es mucho más para las mujeres. Un estudio realizado a partir de los datos del censo para la zona Sur del país, evidenció que apenas entre un 7% y un 19% de los agricultores había tenido acceso a crédito en el último año. El dato expone la fragilidad del sistema de apoyo al sector rural, pero se agrava en el caso de las mujeres entre quienes el crédito alcanzó apenas a un 2% de ellas. La asistencia técnica y la capacitación tienen poca cobertura y, aunque el censo no las desagrega por sexo, nada indica que reviertan la tendencia indicada.
Otra brecha que revelan los datos se da a nivel generacional, ya que la edad promedio de las personas productoras es de 53,9 años. Para las mujeres el promedio es de 52,6 años, para los hombres de 54,1 años. Estos datos revelan el envejecimiento progresivo de la población encargada de la producción agropecuaria del país.
El empleo agrícola ha ido disminuyendo de forma sostenida durante la última década. Al mismo tiempo, se ha reducido la proporción de personas empleadoras o trabajadoras por cuenta propia en zonas rurales, a la vez que aumentan la de las personas asalariadas. La proporción de personas “inactivas” en el sector rural también ha aumentado en términos generales, con una notable excepción en el caso de las mujeres que se están incorporando al mercado laboral como asalariadas y en condiciones precarias, probablemente como parte de una estrategia de las familias rurales para generar ingresos y sobrevivir en las adversas condiciones económicas que enfrentan.
En Costa Rica se ha vuelto evidente el abandono generalizado del sector agropecuario y especialmente de la agricultura campesina. El presupuesto destinado a todo el sector pasó de ser entre un 8 y hasta un 12% del presupuesto nacional a menos del 1% a partir del año 2000. La participación de la agricultura en el PIB ha ido cayendo sistemáticamente. El Banco Central indica que el crédito para el sector se mantiene estancado, mientras aumenta rápidamente la colocación de créditos para el consumo. El INEC y otras instituciones coinciden en que la población en zonas rurales presenta índices de pobreza y pobreza extrema superiores a los nacionales, cuenta con menor nivel educativo y con mayores limitaciones para el acceso a la seguridad social.
Las mujeres enfrentan una mayor desigualdad, no solamente como parte de un sector de por sí excluido sino, también, por su sexo. Los avances en la participación política y su mayor incorporación al mercado laboral no han significado una redistribución de las labores de cuidado, que siguen estando sobre todo a su cargo, y siguen siendo las principales responsables de resolver necesidades como la salud y la alimentación en sus familias.
A nivel nacional, la participación laboral de las mujeres aumentó del 30% en 2000 al 47% para 2013; además, hay un 38% de mujeres de 15 años y más que no perciben ningún ingreso en comparación con los hombres (15%). Asimismo, del total de hogares con jefatura femenina, un 40% son pobres.
Esta situación las coloca en una posición aún más vulnerable, especialmente cuando deben enfrentarse además a la presión de poderosos intereses que buscan el control de los territorios en los que viven.
Mujeres en defensa de los territorios
El modelo neoliberal implementado en Costa Rica desde inicio de los años 80 ha ido minando el Estado social que había permitido al país contar con indicadores económicos y de desarrollo humano relativamente mejores con relación a otros países de la región. La desigualdad se ha vuelto persistente y estructural.
La apuesta de atraer inversión extranjera y fomentar la agricultura de exportación y los mercados financieros, ha generado un aumento en la presión por el uso y el control de los territorios por parte de industrias extractivas, cambiando las formas de utilización y tenencia de la tierra y amenazando derechos como el acceso al agua o a la alimentación. Esto ha causado que las acciones colectivas en defensa de los territorios se multiplicaran en el país, tal como reseña el Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad de Costa Rica..
El sector rural enfrenta la ofensiva de multinacionales que actúan en el país, promoviendo el uso de semillas modificadas, cuyos derechos de propiedad intelectual les pertenecen. Una ofensiva que busca el aumento de la importación de alimentos y el fomento de los cultivos destinados a la exportación.
De acuerdo con la CEPAL los principales cultivos alimentarios que se consumen en Costa Rica, como los frijoles, el maíz y el arroz, que tradicionalmente se han producido desde una agricultura familiar en la que las mujeres tienen mayor participación relativa, vienen disminuyendo en cuanto a la superficie cosechada como en los volúmenes, rendimiento y valor agregado de la producción.
La producción alimentaria ha cedido paso especialmente al banano y a la piña para exportación, que en manos de empresas agroindustriales de capital nacional e internacional han aumentado su área de cobertura en un 60% y un 1.422%, respectivamente, en los últimos 30 años. Vale indicar que el incremento en el área de producción de piña se refiere a las 37.000 hectáreas que fueron registradas en el censo agropecuario. Sin embargo, un estudio del PNUD identificó un área total de 58.000 hectáreas, de las cuales casi 6.000 han venido a sustituir bosque, lo que evidencia, también, un enorme subregistro y operación ilegal de la actividad.
En general las comunidades y organizaciones sociales cuestionan la apuesta estatal a una “economía verde” que mercantiliza la biodiversidad, la cultura y los territorios, al tiempo que desconoce los derechos de las comunidades locales. También se denuncia la débil regulación y fiscalización en estos temas por parte del Estado, la complicidad de la Secretaría Técnica Nacional Ambiental, que debería fiscalizar el impacto ambiental de las industrias extractivas, la represión y criminalización de la protesta social, la reducción o desconocimiento de espacios de participación para la sociedad civil, la judicialización de los conflictos y la impunidad que gozan sus responsables.
En la actualidad, probablemente la expansión de la producción de piña es una de las mayores amenazas, no sólo por lo que implica en cuanto al desplazamiento de la agricultura familiar y a la concentración de la tierra, sino también por las consecuencias del monocultivo y del uso intensivo de agrotóxicos, entre las que se incluyen la deforestación, la degradación y erosión de los suelos, la contaminación de las aguas subterráneas y superficiales, la generación de plagas como la mosca stomoxys calcitrans que afecta al ganado, y la proliferación de condiciones laborales precarias.
En este contexto, las mujeres son protagonistas de primer orden, tanto en los esfuerzos de sensibilización, organización y movilización comunitaria como en la generación de alternativas, entre las que se cuenta: desarrollo de proyectos agroecológicos y rescate de semillas nativas; incidencia para que los gobiernos locales declaren sus territorios libres de transgénicos y de herbicidas; gestión de acueductos comunitarios; recuperación de conocimientos tradicionales; protección de bosques, humedales y otras zonas de importancia ecológica, mercados locales y proyectos de economía solidaria; y el impulso de una moratoria nacional a la expansión de la producción de piña.
También, participan activamente en procesos de incidencia política, tendientes por ejemplo a renovar la obsoleta legislación hídrica vigente o a ampliar los espacios de participación y decisión de la ciudadanía.
La mirada feminista
La indígena guatemalteca Lorena Cabnal propone el concepto de “cuerpo-tierra” de las mujeres para explicar la subordinación histórica que han sufrido. Igual que la violencia física y sexual es una agresión al cuerpo físico de las mujeres. El extractivismo y el despojo en sus territorios, de sus medios de vida e identidad, representa una agresión que genera la desarmonización con el entorno y relaciones de poder interiorizadas, que atraviesan el cuerpo de las mujeres y las comunidades como cuerpos colectivos y pluridimensionales.
Esas agresiones se enfrentan, colocando el cuerpo en la primera línea de resistencia, desde la criticidad y la alegría, con una potencia política de liberación y en un esfuerzo de sanar la relación de los cuerpos con la tierra para lograr la emancipación. La defensa del territorio-cuerpo, es al mismo tiempo la defensa del territorio-tierra.
Los debates feministas latinoamericanos permiten comprender las desigualdades que enfrentan las mujeres desde esta perspectiva, repensar y fortalecer su trabajo y sus luchas como procesos que visibilizan y cuestionan las representaciones asumidas desde el capitalismo neoliberal y patriarcal respecto a los cuerpos de las mujeres y los territorios. Además, abren la posibilidad de otras formas de entenderlos al igual que la vida y el desarrollo.
Las perspectivas desarrollistas dominantes han dejado en clara desventaja a las mujeres en cuanto al acceso, tenencia, control, gobernanza y productividad de la tierra. Beatriz Schmukler y Clara Murguialday, sostienen que, desde esas perspectivas, se entiende a “la mujer” como sujeto de políticas sociales tanto por ser “vulnerable” como por su capacidad para resolver estrategias de sobrevivencia familiar y comunitaria, sin cuestionar su lugar subordinado en las relaciones de género o sus dificultades para acceder en condiciones de igualdad a los recursos y al poder.
Los movimientos feministas y de mujeres han demandado otro tipo de políticas, que les permitan desarrollar autonomía económica y control sobre sus territorios y sus cuerpos. La lucha de las mujeres por sus territorios es integral, incluye dinámicas y espacios que tienen significados culturales e históricos vitales, y que actualmente se encuentran amenazados por usos económicos y políticos que no reconocen la forma en que las comunidades los han aprehendido, habitan, viven y configuran.
De acuerdo con Isabel Torres García, a diferencia de otros movimientos, el de las mujeres no responden a una única causa o tipo de conflicto, porque las opresiones que viven, se expresan también de formas distintas. En Costa Rica surgió un importante número de organizaciones de mujeres y colectivos feministas entre los años 1985 y 1995. Actualmente, vivimos un incremento de organizaciones de mujeres en comunidades urbanas y rurales, algunas articuladas en organizaciones comunales y campesinas mixtas, alrededor de demandas prácticas qué, además de la defensa de territorios, incluyen reivindicaciones de vivienda, titulación de propiedades, salud, derechos sexuales y reproductivos, diversidad sexual, y denuncia de femicidios y violencia de género.
La Alianza de Mujeres Indígenas, Rurales y Mestizas de Mesoamérica resume este proceso en su apuesta por la defensa “de derechos humanos individuales y colectivos, tejiendo saberes, solidaridad, conciencia y confianza para la defensa, demanda y ejercicio de nuestros derechos”.
Los mecanismos institucionales, aunque han contribuido con la ampliación del derecho de las mujeres al acceso, tenencia, control de la tierra, no han sido ni suficientes, ni coordinados, ni sistemáticos. En Costa Rica la ausencia de datos sobre la situación de las mujeres rurales contribuye a que estos aportes sigan siendo exiguos y el tema desplazado de la agenda pública. La distribución de tierras sigue siendo desigual, violenta los derechos económicos de las mujeres campesinas e invisibiliza su aporte real en el mundo rural. Resulta cada vez más necesario organizarse, creando redes para enfrentar el abandono estatal y la amenaza de las industrias extractivistas. Tenemos que diseñar estrategias de producción que garanticen la seguridad alimentaria de nuestras comunidades a través de proyectos agroecológicos y de rescate de las semillas nativas, así como de incidencia en los gobiernos locales. Cada mucho camino por recorrer en la larga lucha de las mujeres latinoamericanas por garantizar su inalienable derecho a una vida digna y justa.
Artículo publicado en El País