LAS SEMILLAS BAJO ATAQUE: EXPOLIACIÓN DE LA NATURALEZA Y DE LOS PUEBLOS EN EL CONTEXTO LATINOAMERICANO DE COLONIALIDAD Y DEPENDENCIA | Land Portal

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Junio 2019
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IPDRS-Diálogos-240
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IPDRS

Las semillas bajo ataque: expoliación de la naturaleza y de los pueblos en el contexto latinoamericano de colonialidad y dependencia
Jana Caroline Farias Melo*
 
La implementación del modelo agrario industrial en América Latina ha significado una amenaza constante a la Naturaleza y a los pueblos. Basado en la objetivación de la Naturaleza y en el agotamiento de recursos naturales, este modelo representó la implementación de un extractivismo agrario que tiene en la privatización de las semillas una de sus más recientes frentes de avance en busca de lucro, en un proceso de acumulación por expoliación marcado por la permanencia de la colonialidad y de la dependencia latinoamericana.
La agricultura industrial se difundió con la llamada Revolución Verde, que tuvo su inicio al final de la Primera Guerra Mundial y se expandió globalmente a partir de la Segunda Guerra Mundial, por la redirección del excedente de la tecnología militar producida en función del conflicto para usos civiles. La maquinaria bélica tuvo flujo con la producción de tractores para la agricultura, las armas químicas y biológicas desarrolladas fueron empleadas en la producción de agrotóxicos e incluso la tecnología nuclear fue redirigida para el control de plagas (esterilización por irradiación) y para la conservación de alimentos (esterilización nuclear) (Ceccon, 2008, p. 22). De esta forma, se inaugura la expansión mundial de la agricultura basada en el empleo masivo de insumos químicos sintéticos (agrotóxicos y fertilizantes), mecánicos (tractores y maquinaria en general) y biológicos (entre los que se encuentran las semillas y las plántulas fruto del mejoramiento biotecnológico).
Aunque se propuso como resolución del problema del hambre en el mundo (su idealizador Norman Borlaug ganó el Premio Nobel de la Paz en 1970 como consecuencia de ello), el sistema productivo de la Revolución Verde trajo varias consecuencias negativas al medio ambiente, a la seguridad alimentaria y a la supervivencia de la humanidad como un todo pero, en especial, de los pueblos del sur global, que son los más afectados por el modelo agrario extractivista que se intensificó con la agricultura industrial.
Actualmente, se estima que el 63% del mercado mundial de semillas y más del 70% del mercado mundial de agrotóxicos se concentra en sólo cuatro empresas: la alemana Bayer (que adquirió Monsanto en junio de 2018), la también alemana BASF, la estadounidense Corteva Agriscience (resultado de la unión de las empresas también estadounidenses Dow y DuPont) y la china ChemChina (que compró la suiza Syngenta en 2017 y hay previsión de ser incorporada por la también china Sinochem) (Mooney y ETC Group, 2018, p. 11). De estas empresas, las dos mayores (Bayer-Monsanto y Corteva Agriscience) ya controlan juntas más de la mitad (54,3%) del mercado mundial de semillas (Mooney y ETC Group, 2018, p. 8). Se trata, pues, de una clara situación de oligopolio mundial de empresas transnacionales, la mayoría originaria del capitalismo central, encargadas de la producción de semillas e insumos para la agricultura industrial.
La periferia del capitalismo, a su vez, se inserta en la dinámica de producción agraria como lugar de consumo intensivo de agrotóxicos y de biotecnología, a partir de un modelo agrario extractivista. El extractivismo caracteriza la inserción del sur global en el sistema-mundo como lugar de explotación intensiva de la Naturaleza para la exportación de recursos no (o mínimamente) procesados, y fue el "mecanismo de saqueo y apropiación colonial y neocolonial" (Acosta, 2011, p. 86) que posibilitó la acumulación de riquezas para el desarrollo de los países centrales. Aunque el mundo colonizado haya sido representado - cuando no simplemente negado - por el pensamiento moderno como el "otro", una exterioridad de la modernidad capitalista, la acumulación primitiva derivada del despojo colonial fue condición esencial para el desarrollo capitalista (Marx, 2013, p. 821) en un sistema de alcance mundial que, hasta los días de hoy, se sustenta en esta constante dinámica de explotación e invisibilización de las relaciones en las que se basa.
En el contexto de la producción agrícola, el extractivismo se expresa en un modelo basado en el monocultivo que degrada rápidamente la fertilidad del suelo y utiliza grandes volúmenes de agua - que, como señala Acosta (2011, p. 86), aunque sean recursos renovables, la explotación intensiva excede el ritmo natural de renovación, haciéndolos no renovables. Además de estos recursos directamente consumidos en la producción agrícola de modelo industrial, hay todavía el agotamiento de la naturaleza de difícil - o imposible - reparación que ocurre con la destrucción de ecosistemas, la contaminación del agua, de los suelos y del aire por los agrotóxicos utilizados, la amenaza a especies animales (como las abejas) por la pérdida de su hábitat, fuentes de alimentos o por intoxicación, así como la pérdida de la agrobiodiversidad como consecuencia de factores como la contaminación de plantas nativas o criollas por organismos genéticamente modificados, su eliminación por la utilización de agrotóxicos y su desaparición por la sustitución por semillas industriales. En cuanto a esta cuestión, señala Feiden que el monocultivo hace las plantaciones más susceptibles a plagas y enfermedades, la utilización de fertilizantes sintéticos contamina los alimentos, el agua y el suelo, los químicos utilizados para el control de enfermedades y de plantas y animales no deseados (“plagas") también contaminan alimentos y ambiente, además de impulsar la resistencia de los organismos a esos productos (lo que hace necesario un uso cada vez mayor para obtener los mismos resultados) y generar desequilibrio entre especies por la eliminación de predadores o competidores naturales, y, por fin, la forma de preparación mecanizada del suelo (realizada con arado intensivo) también empobrece el suelo (por la pérdida de materia orgánica), degrada y compacta, lo que reduce su capacidad de almacenamiento de agua y lo hace más propenso a la erosión (Feiden, 2005, p. 64).
Para la biodiversidad, este modelo representa una enorme pérdida derivada de la destrucción de ecosistemas y de especies y variedades vegetales, generando homogeneización, empobrecimiento y fragilidad. La uniformidad visada por ese modelo se refleja también en otras dinámicas, como en la destrucción de los bosques y de otros ecosistemas para la creación de espacios agrarios productivos homogéneos en los que las condiciones son controladas y la Naturaleza - mientras no sea mero "recurso natural" domesticado y lucrativo - es excluida y tomada como no deseada (como señala Marés de Souza Filho (2015), la naturaleza no mercantilizada pasa a ser tomada como un peligro a las necesidades humanas). En cuanto a las especies vegetales, esto se refleja en una estandarización y modificación en función de su eficiencia en la producción para el mercado y en una sustitución (generando la desaparición) de especies nativas o criollas (consideradas inadecuadas a los patrones del mercado, debido a su variabilidad en detrimento de su riqueza nutricional, ambiental y cultural). Además, también ocurre una homogeneización de las culturas alimentarias, con la estandarización del consumo llevada a cabo principalmente por la industria alimentaria - que se basa en un número muy limitado de alimentos [1] - y con la destrucción de los modos tradicionales de vida, de cultivo y de alimentación que ocurre con el avance del modelo agrario industrial y la desterritorialización de pueblos indígenas, campesinos y comunidades tradicionales.
En este contexto, el proceso de apropiación privada de las semillas, que es relativamente reciente, representa un nuevo nivel del proyecto de expansión del modelo agrario instituido por la Revolución Verde, así como una ofensiva contra los pueblos latinoamericanos que evidencia que la colonialidad que continúa marcando la región no es sólo eco de un pasado violento, sino que constituye una violencia continua que fundamenta la acumulación de riquezas (acumulación por desposesión) del capitalismo central con base en la privatización de los comunes y en la expoliación de los conocimientos y medios de vida de los pueblos latinoamericanos.
La agrobiodiversidad de las semillas no resulta sólo de evolución natural, ellas "tienen raíces, como los pueblos, no surgen por casualidad, venidas con el viento", como explica Blanca Chancoso (2019). Son fruto de interrelaciones milenarias entre Naturaleza y seres humanos, que a lo largo del tiempo recogieron, seleccionaron, cultivaron, guardaron, compartieron, cruzaron y mejoraron las semillas, adaptándolas a diferentes condiciones ambientales y a diferentes finalidades (nutricionales, medicinales, religiosas, sociales, culturales, ornamentales, entre tantas otras). Camila Montecinos explica muy bien esta cuestión al señalar que
Toda variedad vegetal es una obra humana de carácter colectivo, comparable a una pintura o una escultura en cuanto a la creatividad involucrada, y asimilable a un lenguaje en cuanto al carácter colectivo de su creación. Las variedades comerciales modernas no son una excepción a este carácter de obra común. El trabajo genético hecho por pueblos, comunidades y familias agricultoras a través de siglos y milenios es incomparablemente mayor al trabajo hecho por obtentores comerciales. Por lo mismo, incluso las llamadas variedades modernas o comerciales son por naturaleza un bien común y no deben se privatizadas. (Montecinos y Rodriguez, s. f., p. 64 )
 
Vandana Shiva, en el mismo sentido, explica que "la biodiversidad y la diversidad cultural se han moldeado mutuamente" (2016, p. 287). Las semillas tienen, así, una relación intrínseca con la historia de los pueblos, su ocupación del espacio, sus sistemas productivos, sus prácticas religiosas y culturales, su medicina, su conocimiento, sus tecnologías, su identidad, sus cosmologías. Integra la vida de los seres humanos de diversas formas, alimentando sus cuerpos, sus relaciones individuales, sociales y con la naturaleza, sus saberes y su identidad. Blanca Chancoso (2019) también resalta que las semillas tienen expresión política, relacionada a la soberanía de los pueblos, y funciones ambientales importantes, como la protección de cursos de agua.
Por otro lado, también las relaciones humanas contribuyen a la diversidad de las semillas, que son influenciadas por la selección y mejora practicadas por los pueblos sobre la base de los usos que hacen de las plantas, por su distribución geográfica determinada por las migraciones e intercambios humanos, por su adaptación a diferentes agroecosistemas basados en los diferentes modos de cultivo desarrollados. De esta forma, la interrelación milenaria entre los seres humanos y las semillas constituye una serie de valores que presentan una importancia concreta e inmediata para muchos pueblos y comunidades, absolutamente insustituible por el modelo agrícola industrial, que, en la estela de la racionalidad occidental moderna, objetifica la Naturaleza y en ella sólo ve un recurso. Blanca Chancoso (2019) ilustra muy bien esa insustituibilidad al explicar que, en casos en que las semillas transgénicas llegaron hasta las comunidades indígenas, al comerlas dijeron que "no tenían corazón".
Debido a la dificultad de control de las semillas, ya que son organismos vivos que traen en sí la potencialidad de la multiplicación en muchos otros organismos, resultado de evolución y adaptación continua para ese propósito (Bravo, 2014, p. 23), inicialmente las empresas de los insumos agrícolas tenían como foco el lucro con la venta de paquetes tecnológicos asociados a las semillas industriales (que necesitaban fertilizantes y agrotóxicos para producir). Sin embargo, pasaron a ver en las semillas otra potencial fuente de ganancia y a invertir en mecanismos que hicieran ese beneficio posible. Una de las estrategias utilizadas para el control y estandarización de las semillas fue el desarrollo de semillas híbridas para las especies de polinización cruzada o abierta (lo que genera gran variabilidad genética). Las semillas híbridas consiguen reproducir características positivas seleccionadas por medio de un proceso altamente controlado de mejora, y por lo que tales características sólo permanecen por una sola generación, haciendo estériles las plantas de ellas resultantes o haciendo sus semillas altamente variables (Bravo, 2014, p.25). Para las especies menos variables (cuya polinización es realizada por la misma planta), no hay mecanismo biológico que impida que sus semillas sean sembradas por varias generaciones obteniendo resultados satisfactorios. En estas especies, entre las que se encuentran las commodities soja, algodón y trigo, se busca implantar mecanismos para garantizar que las empresas sigan beneficiándose con ellas (Bravo, 2014, p.26).
Explica Elizabeth Bravo (2014) que los mecanismos utilizados para garantizar la privatización de las semillas y el lucro de las empresas son tecnológicos y legales. Entre los mecanismos tecnológicos desarrollados, además de la mencionada creación de híbridos, están las tecnologías genéticas de restricción de uso (GURT), también conocidas como tecnología terminator, que hace infértiles las plantas que resultan de la siembra de las semillas industriales adquiridas.
Además, la dominación del mercado y de los territorios con semillas industriales y transgénicas cumple la función de dificultar el acceso a las semillas nativas y criollas, impidiendo su multiplicación y distribución, así como contaminando las plantaciones y ocasionando la pérdida de las características de las plantas nativas y criollas (lo que también posibilita el cobro de regalías por las empresas que poseen el derecho de propiedad intelectual de la variedad contaminante). Hay también casos en que ese mecanismo tecnológico de privatización de las semillas puede ser utilizado de forma clandestina, como ocurre en México, donde hay el convencimiento de que, aunque no se permita el cultivo de maíz transgénico, está siendo cultivado y así difundiéndose por el territorio de forma ilegal (Alianza Biodiversidad, s.f., p. 31).
Entre los mecanismos legales mencionados por Bravo (2014), están la aplicación de leyes de propiedad intelectual (derechos de obtentor y patentes) a las cultivares, semillas y mudas, así como la exigencia de registro o certificación. En muchos casos, como en Brasil, se requiere certificación para que se pueda sembrar, almacenar, vender e incluso intercambiar semillas. Sin embargo, la certificación de semillas exige que cumplan con criterios de homogeneidad, estabilidad y distinción, lo que excluye las semillas no industriales de la posibilidad de registro. Además, la adhesión de los Estados al Tratado Internacional de Recursos Fitogenéticos (TIRFAA) y a los Convenios de la Unión para la Protección de los Obectores Vegetales (UPOV) garantiza la creación de leyes y mecanismos de protección a la propiedad intelectual, y en algunos casos la creación medidas de control administrativo y criminal sobre las semillas (Bravo, 2014).
Como señala Shiva (2016, p. 289), las empresas se benefician con la creación de uniformidad (y no diversidad) y vulnerabilidad (y no resiliencia) en las semillas, volcadas al procesamiento industrial ya la distribución a escala global, haciendo crímenes las prácticas campesinas de guardia y de compartir. Así, se crea una situación de dependencia creciente de la humanidad en relación al oligopolio de empresas de semillas e insumos agrícolas y al oligopolio de las empresas de alimentos industrializados, al tiempo que disminuye la agrobiodiversidad y la diversidad de cultivos no integrados a la lógica de la agricultura industrial.
Así se identifica, en el caso latinoamericano, que se genera con el aval de los Estados (expresado a través de las leyes que permiten la apropiación privada de las semillas y la difusión de un modelo de agricultura insostenible) una situación de creciente dependencia alimentaria (que amenaza no sólo la soberanía, sino también la seguridad alimentaria de la población latinoamericana), además de la dependencia económica ya alimentada por ese modelo.
Las amenazas del modelo de agricultura industrial y de la progresiva privatización de las semillas a la agrobiodiversidad ya son ampliamente identificadas. El Informe de Evaluación Global sobre Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos de la IPBES (Plataforma Intergubernamental Científico-Política sobre Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos), lanzado en 2019, apunta que la acción humana ha causado la pérdida de la biodiversidad entre individuos, entre especies y entre ecosistemas a uno ritmo sin precedentes. Así, se produce la desaparición de especies endémicas, funciones ecosistémicas y contribuciones de la naturaleza a las personas (que se refiere a las formas por las cuales la naturaleza contribuye con la humanidad, incluyendo las condiciones ambientales y la provisión de recursos materiales y no materiales) (IPBES, 2019, p. 36-37). Entre esas contribuciones de la naturaleza, la polinización es una de las que se encuentran en riesgo y puede alcanzar más del 75% de los cultivos en el mundo. De acuerdo con el Informe, la pérdida de la agrobiodiversidad representa una peligrosa disminución de la resiliencia de los agroecosistemas, que así se vuelven cada vez más vulnerables a las plagas, patógenos y cambios climáticos, amenazando seriamente la seguridad alimentaria global y la posibilidad de opciones de alternativas frente a amenazas como el cambio climático (IPBES, 2019, p. 3).
Frente a la amenaza de la pérdida de la agrobiodiversidad, algunas iniciativas han sido presentadas como solución por los países del norte global, como la creación del Banco Mundial de Semillas de Svalbard, en el Círculo Ártico, a partir de una iniciativa del Gobierno de Noruega y de Global Crop Diversity Trust, respaldada por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura. Aunque se reconozca la importancia de esta iniciativa para la protección y posibilidad de rescate de semillas, propuestas como ésta dejan algunas cuestiones. La primera cuestión que se puede plantear es si y cómo ocurrirá el acceso de los campesinos a las variedades guardadas en el Banco (aunque se establezca que agricultores e investigadores deban acceder, no se sabe hasta qué punto y en qué circunstancias puede darse el acceso).
Además, también cabe cuestionar hasta qué punto se puede preservar la agrobiodiversidad aislándola del medio ambiente y de las prácticas agrícolas que permanentemente permiten su mejora y adaptación. Esto es porque la mayor riqueza y potencialidad de las variedades nativas y criollas es su resiliencia, diversidad y capacidad de adaptación ambiental, que se deriva entre otros factores de su interacción permanente con las comunidades. En este sentido, se entiende que no se puede preservar de hecho las semillas de forma aislada de los sistemas productivos y prácticas tradicionales que le dan soporte y significado (Ita, 2016, p. 339). La preservación de la agrobiodiversidad, considerando la semilla no sólo de forma objetificada, como "recurso natural", sino en toda la diversidad de sentidos que envuelve aspectos sociales, agrícolas, culturales, nutricionales, medicinales, simbólicos, identitarios, históricos, ambientales, entre tantos otros, depende de la preservación y promoción de los modos de vida y sistemas agrícolas que desde hace milenios vienen protegiendo, desarrollando y diseminando las semillas.
Por último, se puede cuestionar si la creación de grandes bancos de semillas financiados por el capitalismo central (como el mencionado, que fue construido con recursos de la Fundación Bill y Melinda Gates) puede ser utilizada como argumento para continuar (o intensificar) el modelo de la agricultura industrial a pesar de la identificación de las amenazas que representa a la agrobiodiversidad, bajo la justificación de que ya estaría siendo preservada por el mantenimiento de esos bancos. En ese sentido, es bastante ilustrativo un discurso de Davi Kopenawa, indígena yanomami, que, al visitar un zoológico, afirma que "los blancos atrapan a los animales para mantenerlos vivos; así pueden matar a todos los demás que queden libres" (Marés de Souza Filho, 2015, p. 88). Es imprescindible, por lo tanto, mirar la cuestión de la defensa de la agrobiodiversidad a partir de la Naturaleza como sujeto (y no como objeto), de forma interrelacionada con la defensa de los pueblos indígenas y comunidades tradicionales y campesinas.
El modelo agrario industrial también trae graves consecuencias a los pueblos latinoamericanos. En América Latina, este sistema ideado para el monocultivo a gran escala se beneficia de una estructura altamente concentradora de tierras [2] resultante del proceso de colonización y agravada por el agronegocio, que amenaza permanentemente a los campesinos, pueblos indígenas y comunidades tradicionales de diversas formas (que atraviesan la amenaza a su supervivencia por la destrucción del ambiente donde viven, por la pérdida de sus territorios, modos de cultivo y modos de vida, y también por la violencia física directa, siendo que Global Witness (2018) señala que el agronegocio en América Latina fue el mayor responsable por las muertes de defensores de la tierra y del medio ambiente en 2017).
Además, este modelo representa, para los campesinos que optan por él, una situación de dependencia en relación a las empresas transnacionales, ya que necesitan comprar nuevas semillas a cada siembra (la reutilización de semillas o es inviable, en el caso de los híbridos y las tecnologías de restricción de uso, o prohibidas, en el caso de las semillas patentadas o con derechos de obtentor). Esta dependencia también se extiende a los demás insumos vendidos junto a las semillas como un "paquete tecnológico", sin los cuales las semillas no se desarrollan como previsto. Así, los agricultores que optan por el modelo de la agricultura industrial - tanto por esperanza de mejores rendimientos o como única opción frente a la desaparición de las semillas tradicionales, nativas y criollas - se ven dependientes de las empresas para acceder a sus medios de producción y de subsistencia, en muchos casos acumulando deudas. Tal situación acaba por impulsar a muchos agricultores al abandono de sus cultivos, para buscar en el trabajo precarizado en las ciudades sus medios de supervivencia.
A partir de eso, se puede identificar que el extractivismo en el contexto agrario latinoamericano representa la destrucción de la Naturaleza, en una dinámica desigual que, por un lado, exporta las riquezas naturales (el agua, la fertilidad del suelo, la biodiversidad) y, por otro, recibe contaminación química (por medio de agrotóxicos que, en muchos casos - como lo demuestra Bombardi (2017) - están prohibidos en los países del norte) y biológica (a través de los organismos transgénicos). También representa la destrucción de la agrobiodiversidad resultante de la ocupación del espacio por monocultivos, de la contaminación por agrotóxicos y organismos genéticamente modificados, y de la dominación del mercado de semillas por las empresas de biotecnología que hacen a los agricultores cada vez más difícil encontrar semillas nativas o criollas. Representa una amenaza a los pueblos indígenas y comunidades campesinas y tradicionales, que tienen sus medios de supervivencia (material e inmaterial) amenazados por la degradación ambiental, por el despojo de sus tierras por la expansión de las fronteras del agronegocio, y por la imposición de un modelo de agricultura industrial fundamentado en la apropiación y en la expoliación del trabajo y del conocimiento desarrollados por estos pueblos a lo largo del tiempo. Por último, representa una amenaza a la población latinoamericana como un todo, que pasa a depender cada vez más de una alimentación basada en pocas variedades que son utilizadas por la industria alimentaria, mientras que pierden la diversidad nutricional presente en las variedades locales y así se queda en una situación de creciente inseguridad alimentaria.
Se puede analizar también que la destrucción y explotación de la Naturaleza latinoamericana y la expoliación de los pueblos son aspectos de un mismo proceso de acumulación marcado por la dependencia (Marini, 2005), que inserta a los países periféricos del capitalismo en una posición económica de proveedor de bienes primarios y de consumidor de productos manufacturados y de tecnología, sometiendo a su población trabajadora, tras la expoliación de sus medios de supervivencia, a la superexplotación (Marini, 2005). El capitalismo central, en la figura de las empresas semilleras transnacionales y con el aval de las legislaciones locales, busca apropiarse de la rica agrobiodiversidad latinoamericana que es el resultado de milenios de trabajo realizado y de conocimiento desarrollado por los pueblos originarios, comunidades tradicionales y campesinos. Exigen regalías y criminalizan su uso, además de negar el conocimiento y las tecnologías desarrolladas por esos pueblos, al imponer una visión de que las semillas nativas y criollas son de baja calidad (justamente por la diversidad, variabilidad y resiliencia que las permitieron llegar a los días de hoy) y al negar que estas semillas que utilizan como base para las modificaciones biotecnológicas son resultado, ellas mismas, de la tecnología desarrollada por los pueblos.
Este proceso también está marcado por la colonialidad (Quijano, 2005), comprendida no sólo como las consecuencias de la obra colonial para la dominación de los pueblos y su inserción de forma periférica (o dependiente) en el sistema-mundo, pero también, de manera indeleble, como su mantenimiento como medio para la acumulación primitiva permanente, o la acumulación por desposesión (Harvey, 2005), basada en la explotación y la violencia contra los pueblos y en la apropiación privada de los comunes (incluida la naturaleza y los conocimientos tradicionales). Se ataca, en el mundo colonizado, no sólo el trabajo productivo (para acumulación de la plusvalía), sino los medios mismos de reproducción de la vida. Por eso, la defensa del derecho de los pueblos a las semillas es indispensable para la defensa de la agrobiodiversidad y de la soberanía latinoamericana.
*Abogada, estudiante de maestría en Medio Ambiente y Desarrollo por la Universidade Federal do Paraná (Brasil), becaria de la Coordenação de Aperfeiçoamento de Pessoal de Nível Superior (CAPES)
[1] De acuerdo con la FAO (2018), sólo 9 plantas son responsables de más del 66% de los cultivos en el mundo.
[2] La distribución de la tierra en América Latina es la más desigual del mundo, presentando un coeficiente de Gini de 0,79 (en una variación que va de 0, representando una distribución absolutamente equitativa, a 1, que representa la concentración máxima, situación en que todas las tierras pertenecen a una sola persona). La situación de América del Sur, tomada aisladamente, es aún más desigual, presentando un índice de 0,85. Además, más de la mitad de la superficie agrícola latinoamericana se concentra en sólo el 1% de las propiedades. (OXFAM, 2016) El latifundio, así, herencia colonial, se ha convertido en el medio ideal para la producción a gran escala promovida por la Revolución Verde, basada en el monocultivo.
Referencias

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Jana Caroline Farias Melo

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El Instituto para el Desarrollo Rural de Sudamérica (IPDRS) es una iniciativa de la sociedad civil que nació en el año 2009 para promover enlaces, sinergias y acciones de desarrollo rural de base campesina indígena en la región sudamericana.


El IPDRS ejecuta proyectos, realiza consultorías y evaluaciones y gestiona servicios de fortalecimiento de capacidades de desarrollo rural en Sudamérica a través de las líneas de: INVESTIGACIÓN-ACCIÓN, COMUNICACIÓN PARA EL DESARROLLO e INTERAPRENDIZAJE.

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