La actual situación invita a volver a lo esencial y a reconocer a quienes con el trabajo de sus manos llenan de provisiones nuestras mesas
Por: Saray Jácome
En tiempos de cuarentena nacional y cuando nos enfrentamos a una crisis sanitaria sin antecedentes en nuestra nación a causa del COVID-19, parece que la realidad cotidiana en el cese de agitadas rutinas de ciudad nos ha dejado congelados en el tiempo.
La realidad que se vive en el campo colombiano difiere mucho de lo que la mayoría de nosotros consideremos como el desarrollo de una vida digna. La mayoría de los labriegos de esta tierra resuelve el sustento de sus familias con un ingreso mensual que ronda los seiscientos mil pesos (unos veinticinco mil pesos diarios); remuneración monetaria lejana de ser concordante con las extensas jornadas de entre 9-10 horas de trabajo y con la cifra del salario mínimo legal vigente que rige en Colombia.
La situación del sistema de salud que les cobija no es más alentadora. Gran parte del campesinado aún depende de remedios caseros y cuidados en el hogar en el tratamiento de virus y enfermedades, es decir que como anuncia el viejo refrán: “toca a la de Dios”. Así con pocas garantías para un sostenimiento digno, sobreviven las más de quince millones de familias colombianas que se desempeñan labrando la tierra y que no descansan ni siquiera durante cuarentena nacional para lograr que en nuestra mesa no falte el alimento.
Y no, este no es un típico mensaje de empatía que se pretende armar para cobijar a una minoría históricamente vulnerada en el país, no se trata de un escrito más que quiera resaltar valores y derechos de poblaciones que desafían la pobreza extrema en Colombia, es un llamado a la acción y a crear conciencia; sí bien los campesinos de nuestro país sufren constantemente por el olvido de un Estado que tiende a la homogenización en el poder, la contundente realidad es que el campesinado colombiano representa al menos entre un 31,8%-43,6%, según cifras del DANE, número que varía constantemente por la infortuna que viven muchos, quienes huyendo de la violencia y falta de oportunidades deciden abandonar sus tierras. A pesar de este flagelo, y aunque dentro de las burbujas de urbanidad de nuestras ciudades no les reconozcamos como vital segmento poblacional, es evidente que ellos han sido el sistema muscular sobre el cual se levanta este país. Sí, tal como funciona en la anatomía humana, el cuerpo es 30% músculo.
¿Será entonces que el Estado colombiano está nutriendo y fortaleciendo su masa corporal? Durante los casi dos años de gestión de Iván Duque, ¿cuáles son las garantías cumplidas que ha recibido el campesinado en el territorio nacional?, ¿cuáles son las promesas que el gobierno no puede seguir posponiéndoles? Estos son incógnitas que deberíamos exigir al presidente de respuesta sobre ellas. Especialmente, cuando ahora estamos frente a una crisis sanitaria histórica que se acrecienta exponencialmente en implicaciones de salubridad y abastecimiento de comida, a raíz de la lucha contra la propagación del coronavirus.
Con ello pretendo llevarlo a usted, querido lector, a que reflexionemos por un instante: no podemos pedir del labriego de la tierra que solo produzca para nuestro consumo, cuando ellos sobreviven con veinticinco mil pesos diarios. No, los rurales no son maquinaria o como hace alusión el famoso cantautor Rene de Calle 13, no son “mano de obra campesina para tu consumo”. Cómo les pedimos que nos provean durante la cuarentena, mientras que sus poblaciones aún carecen de una infraestructura que cobije un digno sistema de salud, incluso la gran mayoría no conoce qué es un sistema de seguridad social que vele por el bienestar integral de ellos y sus familias. Los campesinos son más que proveedores de alimentos.
En una coyuntura como la actual, donde hoy tal vez más que nunca antes, dependemos de la labor incesante y comprometida del campesinado, es imprescindible que acatando a la veeduría ciudadana que debería suponer un interés para todos los colombianos, exijamos como pueblo al gobierno nacional que escuche los reclamos del campo en relación por ejemplo al cumplimiento de los lineamientos de implementación para el AF (Acuerdo Final) del tratado de paz.
Y expongo aquí este pendiente, porque la lenta y exigua metodología de implementación del acuerdo por parte del gobierno en cabeza de Iván Duque, no ha hecho más que dar ‘rodeos’ entre la formulación de reinterpretaciones de facto que se acomoden a los intereses del Plan Nacional de gobierno vigente para este cuatrienio. En otras palabras, el presidente no se propuso cumplir a cabalidad lo firmado en el acuerdo, sino que tiene a su grupo de expertos reevaluando un documento en el que se trabajó por cuatro extensos años y que cuenta con el aval de organismos integrantes de la comunidad internacional (Naciones Unidas, FAO, la OIT, La Unión Europea, entre otros). Por tanto, esta práctica atrae la fatalidad de incurrir en daños a la integralidad del documento firmado.
Hoy, cuando se completan más de tres años desde la firma del acuerdo de paz en noviembre de 2016 en La Habana, organizaciones del campo demandan una ejecución parcializada y un cumplimiento irrestricto, como publica el diario web La Via Campesina, de lo pactado para la resolución del fin del conflicto armado. Y es que la guerra, no hizo más que silenciar las voces del campo por décadas, consecuentemente ellos piden una sola cosa: diálogo y garantías.
Y tal vez esta dualidad de palabras no le diga mucho a usted, que (probablemente) ha tenido el privilegio, como pocos en el país (incluyéndome), de no ser víctima directa de la violencia armada en Colombia, pero es que la realidad y por ende el pensar del campesino difiere mucho de la visión del citadino del común. Esto ya no se trata de una batalla de poderes entre la bancada de izquierda y la derecha en el país, obedece a la legitimización de la paz en el territorio.
No es aceptable que, en lo correspondiente al trámite legislativo, al menos la mitad de las normas requeridas para la implementación (57% al cierre del 2019) representadas en proyectos de Ley, estén actualmente archivadas y sin clara programación de pronta ponencia en el Congreso. Entre las empapeladas está la Ley sobre Adecuación de Tierras, que entre otras es clave para el cumplimiento de la Reforma Rural Integral, primer punto del AF.
Si avanzamos a este paso, cómo se proyecta sea posible adherirse a la meta de dotación y entrega de 3 millones de hectáreas a través del Fondo de Tierras, promesa sobre la cual descansan las esperanzas de miles de colombianos que viven del agro. No es por sonar pesimistas, pero Iván Duque solo cumplió con la formalización de 73,465 hectáreas (8,7% de la meta anual) de mediana y pequeña propiedad en el trascurso del primer año de su mandato. A julio de 2019, solo se evidenciaba el avance en la formalización de 331.932 títulos (17% del avance total) y otros 84.016 títulos que otorgan acceso a tierras de pequeña y mediana propiedad. Recordemos, pues, que con base a la meta del AF se comprende la adjudicación de al menos 3.000.000 de hectáreas a campesinos sin tierra, y la formalización de 7.000.000 de títulos de propiedad, de lo cual corresponde la meta de 3.888.888 para el cuatrienio en curso, según cálculos de la CEPDIPO (Centro de Pensamiento y Diálogo Político).
Si abordamos las cifras entregadas a diciembre de 2019, el presidente afirmó en esa ocasión: “se han entregado más de 680.000 hectáreas al Fondo de Tierras, para llegar con su distribución al territorio nacional. Y tenemos, óigase bien, más de 360.000 hectáreas tituladas en 16 meses”. Sin embargo, los informes entregados carecen de claridad y exponen como parte del cumplimiento, cifras que corresponden a la formalización general y no aquella que se dirige exclusivamente a la pequeña y mediana propiedad rural, que son exclusivamente los predios que hacen parte de la meta total de siete millones de hectáreas (en 10 años). Se precisa entonces informes claros y concisos de la gestión gubernamental, y no cifras lanzadas al aire para ‘simular’ ante la opinión pública una implementación que se ahoga entre los limitantes engendrados en el propio Plan de Desarrollo Nacional, que entre otras falencias ha causado la desfinanciación del acuerdo, y de forma progresiva ha alterado y distorsionado lo pactado.
Para no fijarnos en un único punto en el que convergen las críticas de varios sectores políticos y sociales en el país; volvamos a un esencial en tiempos de corononavirus: la salud. En el acceso a servicios de salud pública, no existe tampoco un progreso relevante desde que asumió el actual gobierno. Y lo que es más vergonzoso, en aún pleno auge de la emergencia por el COVID-19, muchas comunidades rurales no cuentan con el servicio de agua potable, como lo demandan organizaciones de los Montes de María.
Los campesinos no tienen acceso a clínicas de tercer nivel, donde lleguen los pacientes remitidos de puntos de salud regionales; para ilustrárselo más claramente estos centros son los que están equipados con todo el personal especializado y maquinaria tecnológica, que en medio de una crisis sanitaria respaldaría la rapidez en procesos de laboratorio, disponibilidad de toma y resultados de exámenes y tal vez lo que más tememos todos ante una creciente cifra (de aproximadamente 10 puntos porcentuales diarios) de infectados: disposición de camas.
Un aspecto más que preocupa a estas comunidades, tiene que ver con la incesante violencia en nuestros territorios. Hace poco menos de un mes (reporte EFE, 4 de enero de 2020), reportaban 270 campesinos que fueron obligados a salir de sus casas en Argelia, Cauca, a causa de enfrentamientos entre grupos armados ilegales. Los rurales siguen siendo el blanco de ataque entre los intereses de criminales de guerra que se pelean por el control de rutas de narcotráfico, cultivos de coca y trayectos de libre paso para exportar cocaína al exterior. Las acciones del Estado continúan siendo escasas y no llegan con contundencia para atacar esta problemática; a este paso las nuevas generaciones del campo colombiano se acostumbrarán a vivir bajo el terror y un eterno confinamiento. Sí, esa misma medida que no hemos sido capaces de respetar a cabalidad en los menos de quince días de cuarentena que lleva el resto del país.
Y la lista sigue, porque no, no hay garantías de ningún tipo. Ellos, quienes siguen trabajando por nuestro pan de cada día, no han recibido por parte del gobierno un plan de ayuda y contingencia que sea puesto en marcha para dignificar y preservar la vida de estas poblaciones rurales, a donde aún no se hacen efectivas medidas básicas como: entrega de mercados, traslado de personal médico, suplemento de medicinas de primera necesidad para afrontar la emergencia, alcohol, gel antibacterial y tapabocas, entre otros. Esto muy a pesar de que el virus ya llegó a ciertos sectores en el campo, por ejemplo, a causa de la imprudencia de viajeros durante el último puente festivo de marzo, se alcanzó un brote de casos aislados en Subachoque, Cajicá y Anapoima, municipios de Cundinamarca. En definitiva, los habitantes del campo colombiano siguen siendo hoy los pauperizados por el Estado, los olvidados, los nadie.
Foto: pxfuel
Artículo publicado en Las 2 Orillas