El conflicto territorial entre indígenas miskitos y colonos campesinos provoca miles de desplazados en la Región Autónoma del Atlántico Norte
Parece que el sol fuera a derretir los mangos que las mujeres venden a orillas de la calle, mientras ellas se espantan el calor a las sombras de los techos que dan sobre la vereda. “El sol aquí es bravo. Cuando voy para Managua la piel se me pone blanca”, dice Lamberto Chau, y luego suelta una carcajada mientras camina hacia la orilla del rio Coco, que divide Nicaragua de su vecino Honduras.
Lamberto es juez comunal del pueblo de Waspam, y es miskito, la etnia indígena mayoritaria en esta zona de la RAAN (Región Autónoma del Atlántico Norte). Una de las regiones con mayores índices de extrema pobreza donde, según los últimos datos entregados por el Instituto Nacional de Información de Desarrollo en 2008, el 58.4% percibe ingresos mensuales inferiores a los 20 dólares per-cápita. Además, según un informe del Banco Mundial fechado 2011, el 23,9% de los hogares poseen energía eléctrica, mientras en el área rural estas cifras apenas llegan al 3,7% y solo el 18,5% de la poblacion tiene acceso al agua potable.
Al llegar al rio, el juez clava los ojos sobre la rivera hondureña e imagina el día en que podrá reunirse con el hombre que lo espera del otro lado de la frontera para prepararlo para la batalla. “Cuando ese día llegue, los miskitos vamos a recuperar nuestras tierras”, dice.
Después de siete horas en panga (lancha) navegando rio arriba, la comunidad Waspukta se asoma entre los árboles, arriba, en el despeñadero. En esta comunidad miskita viven 49 familias, de las cuales 20 son refugiadas de un antiguo conflicto que se intensificó tomando forma armada en 2015. Hasta la fecha, el conflicto ha dejado a más de tres mil desplazados según el Centro por la Justicia y Derechos Humanos de la Costa Atlántica de Nicaragua (CEJUDHCAN).
En 1990, las regiones autónomas del Atlántico norte y sur fueron cedidas a los pueblos indígenas de la costa Caribe como parte de las negociaciones para terminar con la guerra que durante más de 10 años venía desangrando a Nicaragua. Desde entonces, la constitución nicaragüense establece que estas tierras, de propiedad indígena, no se pueden vender, ni comprar, ni permutar. Sin embargo, el tráfico de tierras en las regiones autónomas del Atlántico ocurre a vista y paciencia de todos, motivando una intensa migración de nicaragüenses venidos del centro y de la costa pacífica del país. A modo de ejemplo, de las 44 familias mestizas que vivían, en el 2005, en el sector de Awastingni, éstas pasaron a ser 475 en 2010 y 800 en 2014, según Lottie Cunningham, presidenta del CEJUDHCAN. El rápido crecimiento demográfico de la población no indígena, también conocida como “colonos”, no tardó en ser percibido por los miskitos como una invasión, y el conflicto por el territorio se desató inevitablemente.
Pequeños campesinos en búsqueda de mejores expectativas de vida, grandes ganaderos deseosos de ampliar sus negocios y también traficantes de tierra y de madera conforman esta heterogénea población de colonos. A ella se suman los traficantes de droga presentes en este importante enclave en la ruta entre Colombia y Estados Unidos. Pero, paradójicamente, quienes realizan las ventas ilegales de tierra son, muchas veces, los mismos líderes indígenas. Los mestizos que han adquirido tierras coinciden en que 860 dólares por manzana (0,7 hectáreas) es el precio por el que los líderes han ido empujando a sus comunidades hacia el norte, acorralándolas a orillas del río Coco.
Las tierras que los miskitos ocupaban para sembrar están hoy bajo dominio de colonos, así como las minas de oro de las cuales extraían artesanalmente el mineral. Las fuentes para el sustento alimenticio se han visto así reducidas significativamente, y en algunos casos han desaparecido, obligando a los miskitos a cruzar el río y sembrar en territorio hondureño. “Nuestros hijos pueden morir por enfermedad, pero no por hambre. Eso nunca. Si tenemos que morir, lo vamos a hacer, pero con bala, punta a punta”, dice un miskito mientras golpeas sus puños.
La preparación que Lamberto espera mientras mira hacia Honduras desde la rivera nicaragüense del Coco, es la fabricación de un amuleto protector con el que, según él, “las balas se desvían”. Pero la defensa del pueblo Miskito no se limita a métodos mágicos. Fusil al hombro y mirada vigilante, V.C.M avanza en la panga que navega sigilosa río arriba. En un movimiento de cabeza indica con el mentón el sector que estratégicamente han elegido para esconder las armas de guerra. “Si atacan, podemos ir a buscarlas rápido”, había comentado unas horas antes, cuando sorpresivamente se había presentado señalando “yo soy el responsable de la tropa de esta comunidad, y no tenemos sólo fusiles de caza y armas hechizas”. Apoyado en la cacha de su fusil AK-47 prosigue: “De los narcotraficantes hemos recuperado esas armas. Tenemos recursos, minas de oro para pagar. Hemos llegado a un acuerdo para que nos den las armas. Al rescatar la mina, ahí vamos a pagar”.
En septiembre del 2015, los miskitos intentaron asir la mina Santa Rosa Murubila. Quemaron la aldea y desalojaron violentamente a los mineros que extraían oro con el acuerdo de las autoridades miskitas, a quienes pagaban mensualmente impuestos por cada una de las faenas mineras realizadas. Los mineros huyeron luego de verse sorpresivamente involucrados en un conflicto del que hasta entonces se sentían ajenos. Dejaron atrás la inversión de toda una vida, quedando en la total quiebra económica.
El desalojo perpetrado por los indígenas continuó con las comunidades de campesinos instaladas hacia el interior, secuestrándolos, golpeándolos y decapitándolos. “La gente intentó recuperar los cuerpos y no se lo permitieron. Las bandas que entraron tomaron posesión de las casas de las víctimas y la gente no pudo entrar por el temor”, recuerda uno de los campesinos designado “encargado de seguridad” de una de las comarcas afectadas. En octubre del 2015, los colonos cobraron venganza haciendo desaparecer con fuego la comunidad miskita Polo Paiwa. Sus habitantes huyeron hacia otras comunidades a orillas del Coco, dejando atrás sus siembras y el alimento que los abastecería durante medio año.
En Klis Nak, una de las comunidades que alberga a los refugiados de Polo Paiwa, una madre muestra las heridas de bala en el tórax de su hijo. Ella, la mirada perdida, y la de él fija en el lente de la cámara que lo fotografía. Cuatro balas le extrajeron de su cuerpo, según relatan, aunque tuvo mejor suerte que su hermano, a quien “violaron con un palo, le quemaron los genitales y lo despellejaron vivo”, para luego terminar la tortura con un tiro de gracia en la frente.
Aunque no se ha confirmado cuál es el origen de las armas de guerra que manejan los colonos, el encargado de seguridad de la comarca asegura que “fusiles AK-47 han sido declarados a las autoridades de defensa del Estado. “Nos dijeron que estaban prohibidos, pero que teníamos derecho a la defensa y que de todos modos lo que haríamos con un fusil AK lo podíamos hacer con una escopeta… y es que lo que sucede es que aquí no penetra el ejército ni la policía”.
En este rincón de Nicaragua, donde no hay caminos, donde no llega la asistencia médica, ni la ley, ni las escuelas, puesto que los maestros han huido de la violencia, no existen cifras oficiales que establezcan el número de víctimas que este conflicto ha cobrado. Los cuerpos de indígenas y de mestizos quedan botados en algún lugar de la montaña, y las estadísticas que se manejan, “un centenar de muertos” según estimaciones de los líderes comunitarios tanto indígenas como mestizos, parecen no hacer eco ni en la clase gobernante ni en la ciudadanía, la cual, en su gran mayoría, ignora la existencia de este conflicto.
Colonos y miskitos parecen estar de acuerdo en una sola cosa. “No insista con el Ejército. Le dirán que sí, pero al final, nunca le darán la entrevista. Igual que a nosotros”, dice resignado uno de los mineros desalojados de Santa Rosa Murubila. Y así fue, a pesar de la insistencia por tener la versión de las autoridades respecto a la escalada armamentística en el municipio de Waspam.
“El Gobierno ha jugado una posición totalmente pasiva”, asegura el sociólogo Manuel Ortega, quien fuera en la década de los 80 jefe de asesores de la presidencia y luego gobernador de lo que más tarde sería la Región Autónoma del Atlántico Sur. Tanto campesinos como miskitos denuncian la ausencia del Estado, dejando “que la gente se mate”. Esto, a pesar de que la Comisión Interamericana de DDHH (CIDH) de la Organización de Estados Americanos (OEA) otorgara medidas cautelares a favor de doce comunidades indígenas y la Relatora sobre los derechos de los pueblos indígenas de la ONU solicitara a las autoridades de Nicaragua “establecer de inmediato un diálogo”.
La ausencia del Estado como mediador en este conflicto y el aumento de armamento tanto de Miskitos como de campesinos no auguran un pronto término ni de las muertes, ni de los desplazamientos forzados. La suerte está echada. Las armas y el amuleto mágico de Lamberto son, según los miskitos, su única salida. Los campesinos, por su parte, no están dispuestos a abandonar sus proyectos migratorios ni perder el dinero invertido en una transacción que, legal o no, ya está hecha.
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