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El Instituto para el Desarrollo Rural de Sudamérica (IPDRS) continúa con la difusión de artículos de análisis sobre políticas de tierras en los países de la región sudamericana. En esta oportunidad se trata del texto escrito por el reconocido investigador peruano Laureano del Castillo, quien elaboró un documento (base de este artículo) para el Movimiento Regional por la Tierra (MRT) con una breve sistematización de las políticas vigentes en el Perú en torno al acceso y control de la tierra por parte de pequeños agricultores y comunidades. Su lectura debe complementar la del documento sobre legislación, preparado igualmente para el Movimiento por la Tierra en Sudamérica.
Las políticas públicas se orientan a solucionar problemas económicos, sociales, de infraestructura, ambientales, etc. De esta forma, la política agraria es la parte de las políticas públicas encaminada a enfrentar la problemática de la agricultura, en la que se incluye los temas relacionados con las tierras agrícolas. Actualmente se reconoce la necesidad de que en el diseño e implementación de las políticas públicas puedan intervenir la sociedad civil y las entidades privadas, no solo las instancias gubernamentales en sus distintos niveles.
La legislación de muchos de los países de nuestra región es pródiga en leyes y normas favorables a campesinos, comunidades y, en general, sectores menos favorecidos de la población. Lamentablemente, distinta es la situación cuando se analiza las políticas públicas, que parecen responder a otros intereses. El caso peruano es probablemente uno de los más claros en ese sentido, pues a pesar de la existencia de normas legales que promueven y aseguran el acceso a tierras agrícolas por los pequeños agricultores y comunidades, por lo menos desde mediados de la década de 1990, más bien se privilegia el apoyo a las grandes empresas agrarias, orientadas en lo fundamental a la exportación de productos agrarios así como también a la producción de biocombustibles.
Breve repaso de las políticas agrarias 1969-2014
Hasta antes de la aplicación de la Ley de Reforma Agraria, para contar con las garantías a la propiedad se requería haberla adquirido de alguna de las formas establecidas por la ley. Al aplicarse la Ley de Reforma Agraria (1969-1980) sólo podía ser propietario de la tierra quien la trabajaba directamente. Casi medio siglo después de iniciada dicha reforma, puede afirmarse que no se logró la meta de que la tierra sea base de la estabilidad económica del hombre del campo, fundamento de su bienestar y garantía de su dignidad y libertad. Ello se debe, en buena parte, a los cambios que empezaron a operarse en la legislación y las políticas agrarias desde fines de la década de 1970.
La reforma agraria impulsada por los militares privilegió la entrega de tierras a favor de empresas asociativas agrarias, antes que a los campesinos en forma individual. De esta forma, se crearon alrededor de 600 cooperativas agrarias, ubicadas en la costa, y sociedades agrícolas de interés social (SAIS) y grupos campesinos en la sierra, a los que luego se sumó algunas empresas rurales de propiedad social. Las adjudicaciones a pequeños agricultores y a las comunidades campesinas fueron pocas (9,9% y 12,8%, respectivamente).
Durante el segundo gobierno de Fernando Belaunde (1980 – 1985) se dieron importantes cambios en la política agraria. Se restringió las causales de afectación de la tierra, se dio un plazo para culminar los procesos de afectación, se levantó algunas restricciones a la propiedad de la tierra y se facilitó que los socios de las cooperativas se distribuyeran la tierra en parcelas. En el quinquenio siguiente, con Alan García (1985-1990) se aprobó una legislación especial para las comunidades campesinas y se dio mayor impulso al aprovechamiento de tierras eriazas en la costa.
En el gobierno de Alberto Fujimori (1990 -2000) se liberalizó más los derechos sobre la tierra, se eliminaron los límites a la propiedad, se permitió nuevamente la propiedad de empresas mercantiles y se abrió la posibilidad de que las comunidades campesinas y nativas pudieran transferir libremente sus tierras. A ello se sumó la disolución de la casi totalidad de cooperativas agrarias en la costa y en la sierra (en parte por la violencia terrorista).
El nuevo esquema económico fue convalidado en 1993, al aprobarse una nueva Constitución Política, con un claro sesgo neoliberal. Después, en 1995, se aprobó la Ley de la inversión privada en el desarrollo de las actividades económicas en las tierras del territorio nacional y de las comunidades campesinas y nativas (Ley 26505). Dicha ley permite que cualquier persona sea propietaria de tierras y eliminó todo límite a la su extensión. Se sostuvo que esa ley activaría un mercado de tierras, impulsando el desarrollo del campo y la reducción de la pobreza rural. Pero más bien ha dado lugar a su reconcentración en manos de grandes grupos económicos.
El presidente Alan García, en su segundo gobierno (2006–2011), mantuvo la política económica que dejara Fujimori. De esta forma, se mantuvo un modelo económico que promueve la gran inversión privada en todos los sectores económicos del país, descuidando a la agricultura familiar en el caso del campo.
La llegada de Ollanta Humala a la presidencia de la República generó expectativas de cambio en las políticas agrarias. Sin embargo, las medidas políticas que se viene aplicando son las mismas de años atrás en materia de promoción de proyectos de desarrollo a gran escala (mineros, energéticos, forestales, agro exportación, biocombustibles, etc.).
El marco general de la política de tierras
La Constitución vigente dispone que “Los recursos naturales, renovables y no renovables, son patrimonio de la Nación. El Estado es soberano en su aprovechamiento […]” (artículo 66). El aprovechamiento de dichos recursos debe ser canalizado para el beneficio individual y colectivo, ya que ellos pertenecen al conjunto del país. Añade en el artículo siguiente la Constitución que “el Estado […] promueve el uso sostenible de sus recursos naturales”.
Hay que advertir que la Constitución garantiza el derecho “de” propiedad, es decir, se respeta un derecho ya adquirido a favor de una persona o grupo de personas. La frase “en armonía con el bien común” indica que la propiedad no debe perseguir solo el beneficio individual, sino también el colectivo. Además, el ejercicio del derecho de propiedad debe darse dentro de los límites de la ley. En la medida que este derecho no es absoluto, puede ser objeto de expropiación, como se señala en este mismo artículo, en el caso de seguridad nacional o necesidad pública, lo que restringió las posibilidades de aplicarlas al Estado.
A diferencia de la Constitución de 1979, el texto vigente garantiza la propiedad de la tierra por cualquier persona, pues al referirse a “cualquier forma asociativa” permitió que nuevamente sociedades mercantiles puedan acceder a la tierra. Nótese además que la fijación de límites a la tierra es una facultad que otorga la Constitución; no es una obligación del legislador. Por lo demás, no hay alusión alguna a la función social de la propiedad.
La Constitución se refiere en el artículo 89 a las comunidades campesinas, ubicadas principalmente en sierra y costa, y a las comunidades nativas que se encuentran en la selva. Son autónomas en su organización, en el trabajo comunal y en el uso y la libre disposición de sus tierras […] la propiedad de sus tierras es imprescriptible […]”. La norma transcrita representa el mayor retroceso en relación con la protección de las tierras de las comunidades campesinas y nativas desde la Constitución de 1920: las garantías con que contaban sus tierras se han reducido a solo una. La inalienabilidad y la inembargabilidad han sido suprimidas y ha quedado solo la imprescriptibilidad como defensa de las tierras comunales. De este modo se establece la libre disponibilidad de las tierras de las comunidades, con lo cual pueden ser vendidas, cedidas, donadas, etc., dejando de ser inalienables.
La Ley 26505, al eliminar los límites máximos y mínimos a la extensión de tierras que puede tener una persona natural o jurídica, obviar toda obligación de uso de la tierra por los propietarios, desnaturalizar el abandono de tierras y restringir aún más las posibilidades del Estado de expropiar un predio rural, buscaba darle mayores seguridades a los inversionistas privados. Todo ello ha permitido el lento proceso de reconcentración de tierras en el país.
Protección de los pequeños agricultores
Las políticas de apoyo a las grandes empresas agrarias no impide que se encuentre algunas políticas aisladas para promover el acceso y la consolidación de la propiedad de pequeños agricultores.
En materia de tierras eriazas, la Segunda Disposición Complementaria de la Ley 26505 (modificada en 2002) dispuso que el Estado procedería a la venta o concesión de las tierras eriazas de su dominio en subasta pública, excepto de aquellas parcelas de pequeña agricultura, las cuales serán adjudicadas mediante compraventa. La misma norma permitió que las tierras que a julio de 2001 hubieran estado en posesión de pequeños agricultores, asociaciones y comités constituidos con fines agropecuarios y en las cuales se hubieran realizado actividades agropecuarias, fueran dadas en propiedad por adjudicación directa en beneficio de los posesionarios señalados. No se tiene cifras que indiquen cuántos agricultores se beneficiaron con este mecanismo.
Se ha desarrollado toda una legislación especial para promover las irrigaciones en el país. Allí encontramos algunas normas que benefician a los pequeños agricultores, en el caso que se ejecuten por el Estado grandes obras de irrigación (en realidad en la mayoría de los casos). Desde la década de 1990 dichos proyectos se ejecutan en lo fundamental para beneficio de grandes empresas, que se dedican a la producción para la exportación o a la producción de biocombustibles.
La Ley 27887, de diciembre de 2002, faculta a los proyectos especiales a adjudicar mediante compraventa hasta el 30% del total de la extensión de las tierras habilitadas (tierras que cuentan con punto de agua en cabecera de parcela) o eriazas de los proyectos especiales hidro-energéticos o de irrigación del país, a favor de campesinos y/o pequeños agricultores damnificados y afectados por desastres naturales y/o ejecución de obras de dichos proyectos especiales y/o pequeños agricultores sin tierras aptas para el cultivo. Las parcelas a vender de esta forma tienen una extensión de cinco hectáreas.
La Ley dispone que el área restante quede sujeta a las normas sobre subasta pública, y considera como beneficiarios de la misma a los campesinos y pequeños agricultores individualmente u organizados que residan en las zonas aledañas de influencia de los proyectos de irrigación financiados con fondos públicos. Una Ley posterior, en 2003, amplió los alcances de la Ley 27887, incluyendo a quienes se encontraran en posesión directa, continua, pacífica y pública, de tierras eriazas o habilitadas de propiedad de los proyectos especiales, en las cuales se realizara actividades agropecuarias en forma permanente. También se han dado normas excepcionales para el caso de agricultores afectados por desastres naturales y normas para promover la producción orgánica, la que se realiza en lo fundamental por pequeños agricultores.
En 2005, durante el gobierno de Alejandro Toledo la Ley 28585 dispuso que los gobiernos regionales y locales debían gestionar recursos provenientes del financiamiento externo, interno y otros para atender a la aplicación del Programa de Riego Tecnificado.
En los últimos gobiernos se insiste en la necesidad de enfrentar la dispersión de los pequeños agricultores mediante mecanismos de asociación. Su poca efectividad se explica por la falta de adecuación de los mecanismos propuestos respecto de la experiencia y cultura de los pequeños agricultores y campesinos. Además, es común que al culminar el programa oficial, más aún si este contemplaba mecanismos de apoyo económico, deje de brindarse servicios de asesoría y orientación a los beneficiarios, con lo cual, en poco tiempo las iniciativas formadas empiezan a decaer hasta finalmente caer en la inactividad.
Tratamiento de las tierras comunales
Hasta la aprobación de la Ley de Reforma Agraria, en junio de 1969, en el Perú solo se hablada de comunidades de indígenas. Desde entonces se distingue entre comunidades campesinas y nativas. La Constitución de 1979 dedicó por primera vez un capítulo completo a las comunidades campesinas y nativas.
El Código Civil de 1984 recogió lo que estaba reconocido en las Constituciones: “las tierras de las comunidades son inalienables, imprescriptibles, e inembargables, salvo las excepciones establecidas por la Constitución Política del Perú. Se presume que son propiedad comunal las tierras poseídas de acuerdo al reconocimiento e inscripción de la comunidad”.
Por su parte, la Ley General de Comunidades Campesinas deriva el tratamiento legal de las tierras de las comunidades a la Ley 24657, Ley de Deslinde y Titulación del Territorio Comunal. La Ley de Comunidades Nativas y Desarrollo Agrario de la Selva y Ceja de Selva fue aprobada mediante el decreto ley 22175 (que sustituyó a la anterior ley, decreto ley 20653) y señala que ellas “están constituidas por conjuntos de familias vinculadas por los siguientes elementos principales: idioma o dialecto, caracteres culturales y sociales, tenencia y usufructo común y permanente de un mismo territorio”.
Luego de la Constitución de 1993, la norma que terminó de configurar la libre disponibilidad de las tierras comunales fue la Ley 26505, con la que las comunidades pueden disponer de sus tierras, aunque estableciendo diferentes requisitos: las ubicadas en la sierra y la selva deben contar con el voto aprobatorio de dos tercios del número total de comuneros calificados; las ubicadas en la costa, con la votación a favor de no menos del cincuenta por ciento de los comuneros asistentes a la Asamblea, poseedores de tierras comunales por más de un año.
En 2008, invocando la necesidad de adecuar las leyes nacionales al Tratado de Libre Comercio firmado con Estados Unidos, el gobierno promulgó un centenar de decretos legislativo, seis de los cuales estaban relacionados con tierras comunales. Esas normas tuvieron consecuencias sociales y económicas adversas, pues pretendían transferir los recursos (la tierra) de los que menos tienen (campesinos y comunidades) a aquellos con capacidad de invertir (grandes inversionistas) para aprovechar la tierra con mayor “eficiencia”. Estas normas tenían en común facilitar la disposición de las tierras de las comunidades campesinas y nativas. Así las cosas, las protestas contra este paquete normativo no se hicieron esperar.
Luego de casi un año de protestas y a los pocos días de los lamentables sucesos en Bagua (región amazónica del Perú, en la que nativos y policías se enfrentaron en junio de 2009, con un saldo que cobró la vida de 34 peruanos: policías, nativos y pobladores), el Congreso de la República derogó finalmente todos los decretos que ponían en entredicho la propiedad de las tierras de las comunidades. Como resultado de las protestas y el conflicto en Bagua, se empezó a discutir una ley de consulta previa para los pueblos indígenas en el marco del Convenio 169 de la OIT.
Recién en septiembre de 2011 se publicó la Ley 29785, Ley del Derecho a la Consulta Previa a los pueblos indígenas u originarios, reconocidos en el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT). La Ley desarrolla el contenido, los principios y el procedimiento del derecho a la consulta previa a los pueblos indígenas u originarios respecto a las medidas legislativas o administrativas que les afecten directamente. Define al derecho a la consulta como el derecho de los pueblos indígenas u originarios a ser consultados de forma previa sobre las medidas legislativas o administrativas que afecten directamente sus derechos colectivos.
Los obstáculos para reconocer su condición de pueblos indígenas a las más de 6 mil comunidades campesinas y cerca de mil quinientas comunidades nativas se explican por el interés del gobierno de desconocerles el derecho a ser consultadas respecto a la adjudicación de derechos a las actividades extractivas. Para la mayor parte de los empresarios, tanto mineros, como de hidrocarburos, forestales y otros, la consulta previa se presenta como un obstáculo que retrasa el inicio de sus actividades. De allí que hubieran presionado, como se aprecia hasta el presente, porque las autoridades desconozcan su situación. Ello explica que hasta la fecha sólo se hayan realizado unas pocas consultas en comunidades amazónicas.
La distribución de la tierra agrícola en el Perú
El último Censo Nacional Agropecuario (IV Cenagro), realizado en 2012, da cuenta que la superficie agropecuaria (la suma de la superficie agrícola y la no agrícola) es de 38’742,465 ha. Conforme al IV Cenagro, solo el 18% de dicha superficie (7’125,007 ha) es superficie agrícola, es decir, tierra apta para desarrollar cultivos; la inmensa mayoría de tierras, el 82%, constituye superficie no agrícola.
El IV Cenagro mostró un incremento de cerca de medio millón de nuevas unidades agropecuarias (448,840) respecto al Censo del año 1994 y un predominio de la agricultura familiar, pues el 90,6% de estas tiene 10 o menos hectáreas (95,1% si se considera las unidades de hasta 20 ha). Resulta preocupante que desde 1994 prácticamente se ha duplicado el número de agricultores que conduce unidades menores a 1 ha, entre los que figura un grupo importante de mujeres jefas de familia (25%-30% del total, variable según región). Pero también mostró el proceso de concentración de tierras agrícolas que se viene produciendo, sobre todo en la costa y también en la selva del país.
A los datos mencionados sobre la importancia de la agricultura familiar hay que agregar la información sobre las tierras comunales. Las tierras de comunidades representan el 27,3% del territorio nacional. Las comunidades campesinas controlarían el 42,23% de la superficie agropecuaria, mientras que las comunidades nativas tendrían el 18,34%. Sumadas las tierras comunales representan el 60,57% de la superficie agropecuaria.
Administración de tierras
La falta de formalización de la propiedad rural es uno de los problemas más serios en el campo peruano, que afecta tanto a agricultores como a comunidades campesinas y nativas. Pese a su importancia, el proceso de saneamiento físico legal y formalización de la propiedad rural se encuentra estancado desde hace varios años. Desde la década de 1970 esta tarea se ha transferido a varias instituciones estatales que no lograron terminar de garantizar la seguridad jurídica de las tierras rurales del país.
A inicios de los años noventa este trabajo le correspondía al Proyecto Especial de Titulación de Tierras y Catastro Rural – PETT. Luego esta función pasó al Organismo de Formalización de la Propiedad Informal – COFOPRI y ahora está en manos de los Gobiernos Regionales. La rectoría (definición de objetivos, lineamientos y contenidos) de esta importante tarea se encuentra recién desde 2013 en el Ministerio de Agricultura y Riego (MINAGRI). A pesar del tiempo transcurrido aún se espera que el MINAGRI desarrolle las normas requeridas para ello.
El IV Cenagro reporta la existencia de 5’191,655 parcelas, de las cuales 1 millón 495 mil estarían tituladas. De las parcelas tituladas 1 millón 73 mil tienen título registrado y 422 mil están por registrar. En términos absolutos 3’695,870 parcelas estarían fuera del sistema de registro de propiedad (incluyendo a posesionarios, comuneros y otros).
Respecto de la propiedad comunal, la última información de COFOPRI (del año 2010) da cuenta de la existencia de 6,069 comunidades campesinas reconocidas, de las que 5,110 (84.2%) estaría tituladas y quedarían por titular 959 (15.8%). COFOPRI asimismo reporta 1,469 comunidades nativas reconocidas, de las cuales estarían tituladas 1,271 (87%) y estaban pendientes por titular 198 (13%). Sin embargo, la mayoría de las comunidades no tiene sus tierras georreferenciadas. Del universo de las comunidades tituladas, el 61.5% de las campesinas no está georreferenciada, lo mismo que el 93.3% de las nativas. Así, la localización y extensión de sus tierras no forma parte de ningún sistema de información geográfica.
Si se suma el número de las comunidades no tituladas (1,157) con las que no tienen geo referenciación (4,326), resulta que del total de las comunidades reconocidas (7,538), el 72.7% (5,483) no tiene cómo acreditar fehacientemente su derecho de propiedad.
A esa preocupante situación se sumó una ley que “establece medidas tributarias, simplificación de procedimientos y permisos para la promoción y dinamización de la inversión en el país” (Ley 30230). La intención del actual gobierno de reactivar la economía nacional, es favorecer a la inversión privada, incluso desconociendo derechos reconocidos en nuestra legislación. Con procedimientos especiales, anunciados en esa Ley, los inversionistas podrán solicitar la propiedad de las tierras donde realizan directamente sus actividades, o de las zonas aledañas al proyecto que consideren necesarias para sus operaciones. Así, la aplicación de la Ley 30230 puede tener un impacto negativo en materia de derechos a la tierra, tanto de propietarios particulares como de las comunidades campesinas y nativas. Esta norma debería ser modificada, por el bien del país, aunque nuevas normas parecen seguir el mismo camino.
En julio de 2016 un nuevo gobierno asumirá la conducción del país. Los agricultores abrigan la esperanza de que las políticas agrarias protejan realmente su derecho al acceso y uso de tierras y de otros recursos.
*Las opiniones expresadas en este documento son responsabilidad del autor y no comprometen la opinión y posición del IPDRS.