- Magaly Belalcázar es una lideresa caqueteña que denuncia el avance de la deforestación en su departamento y las barreras que enfrentan las mujeres para tener sus propias tierras.
- Tras cuatro años del Acuerdo de Paz, pocos son los avances para redistribuir la tierra en el país. Belalcázar y otras lideresas de Caquetá ya no denuncian las amenazas que reciben porque, según dicen, son ignoradas.
*Este reportaje es una alianza periodística entre Mongabay Latam y Pacifista! de Colombia.
A Magaly Belalcázar Ortega no le tiembla la voz al hablar de cómo la guerra ha despojado del territorio a las mujeres de Caquetá, un extenso departamento del sur de Colombia, en la región Amazonía. Ellas, además, enfrentan violencias particulares por ser precisamente mujeres. Belalcázar es campesina y defensora, y cuenta la historia de otras como ella que lo han perdido casi todo en medio del conflicto armado y de una sociedad que asegura no reconoce sus derechos. Por eso ha dedicado su vida a defender la selva amazónica y lo que pertenece a las mujeres: la tierra que han cultivado y cuidado desde siempre.
En Caquetá, el conflicto armado no da un minuto de tregua. Luego de cuatro años de la firma del Acuerdo de Paz, entre el gobierno colombiano y la antigua guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el territorio sigue estando en disputa de múltiples actores, como bandas criminales, sectores de las que fueron las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), el grupo ‘Sinaloa’ y las disidencias de las FARC.
“También hay cierta frustración en las personas y en los liderazgos sociales, en la medida en que no se han visto materializadas muchas cosas que se prometieron con el Acuerdo”, dice Paola Pineda de la RED Caquetá Paz, que trabaja en el departamento para consolidar espacios de paz y acompañar a quienes denuncian agresiones y amenazas.
De hecho, la Alerta Temprana más reciente de la Defensoría del Pueblo, en el 2021, llama la atención sobre la violencia a la que se ven expuestas las comunidades en los departamentos de Putumayo, Cauca y Caquetá. En este último, Curillo, San José del Fragua y Solita son los tres municipios con más personas amenazadas. La entidad asegura que el riesgo se configura a partir del reacomodamiento de los actores armados ilegales, luego de la firma del Acuerdo.
Belalcázar y su comunidad insisten en que seguirán expuestos si no se cumple lo pactado hace cuatro años: una reforma agraria integral, garantía de verdad y de que los hechos de violencia asociados al conflicto no se repitan, y la sustitución de cultivos ilícitos de la mano con las comunidades. Entre sus denuncias están la falta de medidas integrales para que cese la deforestación sin control de la selva amazónica, sin que ello implique criminalizar a los campesinos, y que se entable un diálogo directo con la gente. “El gobierno tiene una profunda ceguera política, porque militarizar y capturar al campesino no es la respuesta. Quienes realmente están talando la selva son grandes terratenientes”, sostiene una de las fuentes consultadas para este reportaje, que como otras personas del Caquetá, pidió que no se mencionara su nombre por el riesgo al que están expuestos.
En medio de este escenario, la Plataforma Social y Política para la Paz e Incidencia de las Mujeres del Caquetá, organización a la que pertenece Magaly Belalcázar, denuncia la vulnerabilidad en la que se encuentra su territorio y los derechos de la población. Los riesgos que corren no son menores, considerando que sus demandas incomodan a quienes tienen intereses económicos en la explotación de estas tierras. Por ser defensoras de derechos humanos y del medio ambiente, las mujeres que integran la Plataforma han recibido múltiples amenazas. A Magaly Belalcázar, por ejemplo, le ha pasado más de una vez que, mientras se desplazaba en moto a su casa, extraños la han interceptado en el camino para cerrarle el paso. Ella no cree que sea una casualidad, sino que detrás hay una intención de amedrentarla. Sin embargo, asegura que no quiere desgastarse señalando pública o legalmente a los sujetos que quieren truncar su labor, pues ella y varias mujeres ya han denunciado y la respuesta estatal ha sido siempre la misma: insuficiente o poco adecuada para su contexto.
“No tienen tierra ni en las uñas”
Las que más han sufrido la guerra en Colombia son las mujeres, dice Magaly Belalcázar. Víctimas de desplazamiento, despojo y violencia sexual han cargado con la peor parte del conflicto armado en el país. Pero también son ellas quienes han protegido la tierra; son guardianas, cultivadoras y conservadoras de semillas. Son, de acuerdo con esta lideresa, “las encargadas de la alimentación de sus familias y de la subsistencia del ser humano”.
“Somos las mujeres las que hacemos la mayoría de las labores del campo, las que estamos a cargo de la familia y las que tenemos casi todas las responsabilidades. Y aun así, somos las que menos derecho tenemos a la tierra”, explica.
Fue en El Salado, una vereda de Samaniego (Nariño), donde Belalcázar llegó a esta conclusión. Allí, en el lugar donde nació, se dio cuenta de que la falta de acceso al territorio y a la propiedad para las mujeres es un problema histórico, así como la posibilidad de tener una espacio en el escenario político.
De Nariño llegó a Caquetá, donde hace más de siete años fundó la Plataforma de Mujeres que hoy tiene impacto a nivel departamental. “Se trata de una sombrilla de los derechos humanos de las mujeres, en la que trabajamos varias líneas: una es de la de formación política, incidencia, participación, medio ambiente y territorio”. Su trabajo se ha centrado en evidenciar las barreras que impiden que las mujeres tengan acceso a los títulos de propiedad y en demandar soluciones integrales que respeten sus proyectos de vida, así como los derechos del medio ambiente.
“Acá asesinan a una mujer y las instituciones siguen tratándola como un número más. No se preguntan cuál es su historia, su trabajo y cómo estaba arraigada a su territorio”, sostiene. Por ello, la Plataforma denuncia todos los hechos de violencia que enfrentan las mujeres y, en particular, las de zonas rurales y campesinas. Distintas organizaciones de mujeres caqueteñas coinciden en que los feminicidios, solo por mencionar uno de los delitos, se han recrudecido en el departamento. Según la Fiscalía General de la Nación, entre el 2016 y el 2021, 17 mujeres fueron asesinadas en Caquetá. Y de acuerdo con la Fundación Feminicidios Colombia —una entidad sin ánimo de lucro que, desde febrero de 2019, difunde el feminicidio en Colombia a través de la investigación y el seguimiento de casos— al menos dos fueron víctimas de este delito durante el 2020.
“En Caquetá tiene más derechos una vaca que una mujer, porque nosotras no tenemos tierra ni en las uñas”, suelen repetir Magaly Belalcázar y otras defensoras cuando hablan de la vocación ganadera del departamento, y de cómo está más asegurado el terreno para una res que para una mujer. La ganadería extensiva, dice, les está costando sus derechos y los de la selva amazónica.
En estas circunstancias, la Plataforma de Mujeres del Caquetá no duda un segundo en reclamar que no se han cumplido los Puntos 1 y 2 del Acuerdo de Paz, sobre la reforma rural integral y la participación política. “Saldar la deuda histórica con las mujeres y con el Caquetá va por entregarle las tierras a ellas”, sostiene Belalcázar. Pero, según dice, eso no va a suceder en un país sin voluntad de redistribuir el territorio y cambiar el modelo de acaparamiento y ganadería extensiva.
Lo cierto es que las mujeres rurales y campesinas viven en la pobreza y no tienen el reconocimiento que merecen por su trabajo. Por ejemplo, de las 12 horas y 42 minutos que trabajan en promedio al día, de acuerdo con la Encuesta Nacional de Uso del Tiempo 2016 – 2017 (ENUT) del DANE, solo reciben remuneración por el 38 % de horas laboradas; en contraste con los hombres, a los que les pagan por el 72 % del trabajo diario.
“En este país no han entendido las problemáticas de las mujeres pobres y campesinas”, dice Aurora Iglesias, mujer trans y activista, quien orienta la oficina de género y diversidad sexual de la Universidad de la Amazonía. Por el contrario, dice que reciben amenazas por denunciar.
“No aceptamos areperas [forma despectiva de referirse a lesbianas] (ni) ladrones”, es el mensaje de uno de los panfletos que circularon en Florencia y otros municipios de Caquetá a comienzos de este 2021, y que están atribuidos a un sector de las disidencias de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), aunque no se señala a cuál. Una parte de la comunidad cree que no se trata de ellos sino de bandas criminales. En medio del desasosiego, Iglesias y sus compañeras siguen exigiendo a las instituciones que se ocupen del tema. “No hay garantías para las defensoras y defensores en el sur [la Amazonía]”, dice Iglesias y agrega que ser mujer y LGBTI en este país es estar en riesgo todo el tiempo.
“En Caquetá, el Acuerdo de Paz fue una gran oportunidad para que las mujeres llegáramos a nuevos escenarios y conformáramos nuevas plataformas”, explica Yeny Chilatra, lideresa y diputada de la Asamblea Departamental de Caquetá. Sin embargo, cuatro años después coincide con las demás organizaciones en que se requieren más esfuerzos para implementarlo.
Miedo a denunciar a los responsables de la deforestación
En Caquetá hay 2 440 000 hectáreas en manos de 21 personas, señala Rigoberto Abello, de la Coordinadora Departamental de Organizaciones Sociales, Ambientales y Campesinas del Caquetá (COORDOSAC). Esta información es muy similar a la que tiene la Agencia Nacional de Tierras (ANT). En una publicación del 2018 indicaron que el 33,5 % de las tierras de departamento pertenecen a la Nación, pero que 2 414 697 hectáreas corresponden a 19 predios distribuidos entre 21 propietarios y que concentran el 46 % de la tierra de los municipios en los que hay datos catastrales.
La entidad es enfática en que no se tiene información suficiente para obtener conclusiones definitivas “sobre la distribución de la propiedad, desigualdad y concentración, y por consiguiente sobre la forma en que está compuesta la estructura agraria en la totalidad del territorio de Amazonas y Caquetá”. En todo caso, según Abello, la cifra es alarmante. “Si esto no se ha atendido en los cuatro años que llevamos de la firma del Acuerdo de Paz, las demás soluciones que planteen seguirán siendo pañitos de agua tibia”, anticipa.
Con la firma del Acuerdo, además de la entrega de armas de los exintegrantes de las FARC, se aceleró la tasa de deforestación en la selva Amazónica. Según el Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (Ideam), en el 2015 se deforestaron 124 035 hectáreas en todo el país y en el 2016 esta cifra pasó a 178 597, un incremento del 44 %. El punto máximo llegó en el 2017, un año después de la firma del Acuerdo, cuando se perdieron 219 973 hectáreas de bosque. Desde el 2018 ha habido una tendencia a la reducción, pero sigue sin estar por debajo de los niveles registrados antes de la firma.
Para Magaly Belalcázar, esto se explica porque tras el abandono del territorio por parte de la antigua guerrilla, a la zona rural de Caquetá llegaron grupos al margen de la ley que ocuparon el lugar para hacer ganadería y plantar cultivos de uso ilícito, así como terratenientes que compraron tierras para ganadería extensiva.
“En la negación para cumplir el Acuerdo, el Estado solo llegó por la vía militar y dejó los campos desocupados […]. Este Gobierno [el de Iván Duque] entró y se fortalecieron los grupos armados, legales e ilegales. También entraron los terratenientes que fácilmente compran las montañas, la selva y tumban. Pagan a unos señores con motosierra y tumban miles de hectáreas. Luego las rocían con glifosato, queman la parte natural y le echan grama resistente. En seis meses ya tienen potreros llenos de vacas. No les importa si acabaron con árboles de 200 años, si se secó el río o si acabaron con la biodiversidad”, reclama la defensora.
Durante el tercer trimestre del 2020, el 60 % de la deforestación en Colombia se concentró en la región amazónica, según el último boletín de Detección Temprana de Deforestación del Ideam. En el mismo periodo del 2019, el porcentaje para esta región fue del 30,9 %, lo que supone un incremento acelerado de un año a otro.
Todavía no se ha publicado el nuevo informe anual sobre este fenómeno, que revelaría la cifra total del 2020. Sin embargo, al reunir la información del Ideam para los tres primeros trimestres de 2020 (de enero a septiembre), se tiene una deforestación de cerca de 74 000 hectáreas de bosque en los departamentos de Meta, Guaviare, Putumayo y Caquetá. En este último se concentró un poco más de la tercera parte de pérdida de bosque.
Ante un poder deforestador de esas dimensiones, la gente tiene miedo de denunciar y señalar a quienes están arrasando con los bosques. “Ya nadie quiere hablar de las quemas para no meterse en más problemas”, dice una de las fuentes en terreno consultadas para este reportaje. “¿Problemas con quién?”, es la pregunta. “Pues con los terratenientes”, responde a secas.
Pero Magaly Belalcázar conoce de primera mano esta situación. Lleva años denunciando que a las mujeres de Nariño y Caquetá las están asesinando por levantar la voz. “Como no es posible parar su fuerza, las matan”, dice. La lideresa sostiene que cuando se trata de denunciar la deforestación y las barreras que tienen para acceder a la tierra, no cuentan con suficientes garantías. En el 2018, envió un mensaje a los candidatos a la Presidencia de Colombia pidiéndoles medidas al respecto. Insistió, además, en que las mujeres campesinas son las principales víctimas de las amenazas de paramilitares y terratenientes ganaderos en el país.
Para Rafael Torrijos Rivera, presidente del Comité de Ganaderos de Caquetá, la ganadería no es la principal actividad responsable de la deforestación en el departamento. Según él, este problema se debe a “operaciones de acaparamiento de tierras que financian ciertos actores, vaya uno a saber quiénes”. También señala que los cultivos de uso ilícito y la minería ilegal tienen afectaciones ecológicas más grandes y que, además, no cuentan con un plan de mitigación “como el que sí tiene la ganadería”.
Frente al temor de las personas para denunciar la tala y quema de bosques, Torrijos argumenta que esto se debe a una falta de confianza en las instituciones del Estado y no en los terratenientes. “Por ejemplo, a un ganadero le roban una vaca y él tampoco va a ser capaz de tomar acciones jurídicas porque la gente está desmotivada y atemorizada”, indica, en referencia a que el miedo lo sienten todos los que viven en la zona.
De acuerdo con él, un terrateniente, independientemente de la cantidad de tierra que posea, es un actor de cambio que cuenta con herramientas para controlar la deforestación y estimular la reforestación, a través de instrumentos como el Pacto Caquetá Cero Deforestación y Reconciliación Ganadera, que impulsa el Comité de Ganaderos en el departamento.
Pese a los planes y actividades que se están promoviendo para hacer de la ganadería una actividad amigable con el medioambiente, una parte de la comunidad no es optimista frente a estos cambios. “Ellos no han querido ni querrán reconocer lo poco que se ha avanzado en temas de reforestación”, dicen varios habitantes de la zona.
Detrás de la tala de bosques, señalan los habitantes de las comunidades, hay bolsillos hondos. De un millón y medio a dos millones de pesos colombianos (entre 400 y 550 dólares) es lo que se paga en Caquetá por tumbar una hectárea de selva, según cuenta Rigoberto Abello de COORDOSAC. Quemar 200 hectáreas podría costar hasta 800 millones de pesos (más de 200 000 dólares), explica. “Eso no lo tiene ni lo hace un pequeño campesino”, sostiene Abello y agrega que las autoridades tienen los ojos puestos en el lugar equivocado. También cree que este problema no se resuelve a punta de operativos militares y aumento de pie de fuerza, la principal política de respuesta del gobierno de Iván Duque.
Durante el 2020, la Fiscalía General de la Nación abrió 2932 procesos por delitos ambientales en todo el país y en lo que va del 2021 ya van 570. Dentro de estos se encuentran los relacionados con la tala indiscriminada de árboles, pero la comunidad insiste en que no están judicializando a los verdaderos responsables. “Las capturas que están haciendo son a campesinos que tienen fincas de menos de 100 hectáreas, pero alrededor de ellos hay terratenientes que tienen miles de hectáreas y a ellos no les pasa nada. Estamos ante una política de despojo y de apropiación violenta del territorio de pequeños y medianos propietarios”, concluye Abello.
En medio del COVID-19, que tiene al mundo sumido en una crisis, la Amazonía colombiana ha tenido que afrontar los mismos problemas de siempre, pero en condiciones más adversas. Para Magaly Belalcázar, es el caso de las amenazas y el desplazamiento de las comunidades, la deforestación, la falta de gobernanza y la poca efectividad de instituciones que garantizan la protección del medio ambiente.
No podemos hablar de paz
A Fabiola*, lideresa caqueteña, una persona le avisó que el grupo ‘La Sinaloa’ estaba detrás de ella. “Vaya y ponga la denuncia porque a usted la van a matar”, fue lo que le dijo una de las personas a las que estaba asesorando desde la plataforma que dirige.
“Yo no entiendo por qué me quieren hacer daño por hacer el bien”, se pregunta. Durante años ha trabajado con víctimas del conflicto armado para que obtengan el restablecimiento de sus derechos y garantías de no repetición. A su esposo y a su hijo no les gusta del todo lo que hace, porque temen cada día por su seguridad.
Fabiola* no quiso denunciar esta amenaza porque no tiene más pruebas de que la quieren matar y, además, porque cree que la Unidad Nacional de Protección (UNP) no prestará atención a su llamado. “Yo sí hago responsable al Gobierno de la falta de medidas de protección para los defensores”, advierte.
Como ella, Magaly Belalcázar tampoco habla de las agresiones que recibe y prefiere no dar fechas. No volvió a denunciarlas porque la última vez que lo hizo, cuando la amenazó un grupo paramilitar, las instituciones no respondieron a su petición. Según dice, consideraron que esto no constituía un riesgo grande para su vida.
“Nosotras hemos denunciado varias veces las amenazas, la persecución y estigmatización contra la Plataforma, pero nada pasa. […] No tenemos garantías. No solamente yo, sino muchos que están amenazados. No hay opción”, se lamenta.
“Caquetá está en manos de la ilegalidad. Acá hay rutas del narcotráfico, deforestación dirigida, grupos al margen de la ley y, por supuesto, disidencias de las FARC. También hay planes sistemáticos de amenazas a líderes”, explica Mercedes Mejía de la organización civil Mesa Departamental para la Defensa del Agua y el Territorio del departamento.
Las confrontaciones entre el Frente Primero ‘Carolina Ramírez’ de las disidencias, el grupo de crimen organizado ‘Sinaloa’ o ‘La Mafia’, así como la presencia de grupos que surgieron luego de la desmovilización de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) tienen al departamento en medio de una violencia que, según sus habitantes, no hace eco en el Gobierno nacional a pesar de que la Defensoría del Pueblo ya alertó que estas organizaciones criminales, “se han ido insertando en las actividades de compra y tráfico de la coca y la tercerización de acciones violentas”. Mientras tanto, las comunidades insisten en que ahora más que nunca es necesario cumplir con el Acuerdo de Paz y dejar de militarizar el territorio.
“La implementación de la paz nos está costando la vida y un esfuerzo emocional muy grande”, dice Aurora Iglesias de la Universidad de la Amazonía. “No podemos hablar de paz si la única manera en la que el Estado llega a los territorios es a través de la vía militar. No podemos hablar de paz cuando no hay una respuesta adecuada para las mujeres, cuando se permiten las masacres a campo abierto y cuando el Gobierno solo da garantías a los grandes terratenientes”, asegura.
Para Magaly Belalcázar, cada vez hay menos voluntad para la paz, pero sí para la guerra. Para ella, no se puede hablar de paz cuando a los defensores del medioambiente los están matando. “La paz está ahogada en la sangre de los líderes y lideresas de este país”, dice. Y en el camino, las mujeres siguen siendo quienes llevan la peor parte.