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El artículo de esta quincena, presentado en formato de ensayo, busca en la historia y la condición de mediterraneidad de Bolivia y Paraguay las raíces de una supuesta “condena extractivista”. El Comité calificador el Concurso de artículos, ensayos y fotografías 2015 le dio el segundo puesto, destacando el esfuerzo de la mirada histórica y la comparación de la situación de dos países en la región.
El término extractivismo es de uso reciente aunque la práctica que designa se figure centenaria. A grosso modo, se refiere a un proceso económico que consiste en extraer recursos naturales (renovables o no renovables) para luego venderlos al extranjero, sin valor agregado, en calidad de materias primas.
A simple vista, el extractivismo tiene un carácter predatorio que polariza, por un lado, a los organismos públicos o privados que compran un recurso determinado (madera, oro, crudo, café o minerales) al precio de la región donde se encuentra, revendiéndolo en el mercado internacional y obteniendo ganancias muy por encima de su inversión, y, por otro, a las comunidades indígenas o campesinas que, debido a la carencia de un capital fijo, son obligadas a sobreexplotar sus tierras para subsistir en el límite de la dignidad humana. En efecto, a fin de que el extractivismo sea mínimamente redituable, se requiere, entre otras cosas, de una estabilidad entre el consumo y la producción o, mejor dicho, entre la explotación y la renovación que, por desgracia, aún se vislumbra lejana en el horizonte.
Razones históricas
Por razones históricas, que aparecen registradas desde las primeras Crónicas de Indias, el extractivismo tiene una presencia muy notoria en Latinoamérica. Más aún, como la economía global se ha vuelto cada vez más demandante bajo los preceptos del neoliberalismo, las legislaciones necesarias para asegurar el bienestar de las zonas que dependen directamente de sus recursos naturales para estimular su desarrollo resultan, hoy en día, insuficientes.
En ocasiones la tendencia se agrava y cuando, además de explotar un recurso no renovable, se utiliza una técnica de explotación que reporta costos ambientales severos —la fracturación hidráulica, por ejemplo—, el extractivismo es cualquier cosa menos un negocio con miras hacia el futuro.
En el Cono Sur hay varios países que obtienen la mayor parte de su producto interno bruto gracias al extractivismo. Dos de ellos están condicionados por motivos netamente geográficos, (aunque en el caso de Bolivia, la geografía fue ayudada por la historia, porque perdió su salida al océano pacífico en una guerra con su vecino Chile), pues se hallan en tierra adentro y no cuentan con ninguna salida al mar.
Unidos en la región del Gran Chaco y divididos por una frontera que se comba a lo largo de más de setecientos kilómetros, Bolivia y Paraguay, hoy día fuertemente involucrados en actividades relacionadas con la ganadería, la agroindustria y, desde la década de los setenta al menos, con el procesamiento de diversos aceites (de soja y de girasol, entre otros), han visto cómo sus economías nacionales han estado condicionadas, tradicionalmente, por la necesidad de la exportación inmediata. La cartografía no los favorece: no poseen puertos marítimos y por esa razón, la misma que hizo que en sus territorios no floreciera la literatura de viaje en el siglo XIX, el comercio que realizan conlleva una serie de obstáculos difíciles de zanjar.
Ambos países tienen una fuerte influencia indígena, en Bolivia hay treinta y seis etnias distintas, reconocidas en su Constitución Política del Estado y en Paraguay existen más de veinte, y, no obstante la diferencia en el tamaño de sus superficies —Paraguay podría superponerse casi tres veces en el área de Bolivia, como un dedo en la frente—, sus respectivos PIB per cápita están prácticamente empatados, todavía en la zaga de la economía continental.
La mancuerna que conforman Bolivia y Paraguay resulta interesante porque, luego de haber protagonizado entre los años 1932 y 1935 la Guerra del Chaco, última batalla en América que esgrimió como causus belli la dominación de un territorio que a la sazón se adivinaba dueño de yacimientos petrolíferos significativos, parece un ser bifronte. Sus partes han seguido, desde entonces, políticas públicas que sugieren direcciones diametralmente opuestas y, sin embargo, han llegado al mismo lugar: el acendramiento del extractivismo.
Las rutas
Bolivia, que se integra por tres vastas regiones, la altiplanicie, los valles y los llanos orientales, que incluyen las tierras amazónicas, se caracteriza por producir una amplia gama de recursos naturales que van desde los minerales del oeste, pasando por los hidrocarburos del centro, hasta la quinua del este. Con la Revolución Nacional, que tuvo sus principales repercusiones en los ámbitos de la ciudadanía electoral y agraria, la tierra entró en una fase de repartición que, aunque trajo consigo innegables beneficios, no supuso la erradicación del extractivismo que había legado la Colonia.
Como escribe Jesús González Pazos, en su libro Bolivia. La construcción de un país indígena: “[…] los pueblos indígenas […] se mantuvieron sometidos […] a los ataques continuados y en crecimiento por parte de los intereses de la oligarquía y nuevos grandes propietarios agrarios, ganaderos y extractivos de recursos naturales (petróleo, gas, madera)” (2007: 58). Ahora bien, dadas las profusas complicaciones que implican la construcción y la puesta en marcha de un nuevo modelo económico funcional, en los últimos años Bolivia ha ponderado al extractivismo por encima de la industrialización, fomentando su crecimiento momentáneo pero poniendo en entredicho, al mismo tiempo, su desarrollo a largo plazo.
A manera de ejemplo, el caso del estaño boliviano es ilustrativo. En principio, los naturales llevan a cabo la extracción del metal, hombres y mujeres trabajadores, quienes asumen los riesgos laborales; si sufren algún accidente, el tratamiento consecuente lo proporciona el sector salud del Estado o bien las aseguradoras particulares de los consorcios mineros. Después, el estaño se vende en una módica suma al exterior, que apenas despunta los gastos operarios de su explotación. Luego el país que le brinda procesamiento, generalmente ubicado en Asia, lo transforma en, por decir algo, un artículo electrodoméstico, imprimiéndole una obsolescencia programada y vendiéndolo de nueva cuenta, ahora a un precio exponencial, a las familias bolivianas. Como corolario, el armatoste se descompone a los pocos años y entonces, sin reparación posible, a Bolivia le quedan sólo dos opciones: o sirve de depósito para la chatarra extranjera, o cubre los gastos que representa el reciclaje del material en cuestión.
Por otro lado, Paraguay ha abierto las puertas de par en par a las técnicas de extracción que emplean las potencias mundiales. En los últimos tres cuartos de siglo sus gobiernos han sido casi siempre de raigambre conservadora y, como era de esperarse, le han evitado la fatiga a las empresas transnacionales, impidiendo, por si esto no bastara, que los gobiernos de izquierda, que han tenido intervenciones más bien eventuales en el escenario presidencial, puedan revertir, contrarrestar o siquiera aminorar sus efectos.
En la actualidad, Paraguay se mantiene como uno de los más importantes productores de soja, un tipo de planta leguminosa que adquiere aspectos múltiples en la alimentación humana y que, a decir de los expertos, desgasta el subsuelo muy rápidamente. Asimismo, se ha convertido en líder en exportación de carne de vaca en el mundo. Junto con Ecuador (que ha hecho lo posible por invertir esta lógica económica con proyectos tales como el Yasuní ITT, los cuales, pese a no haber prosperado (hasta la fecha), han sido fundamentales para llamar la atención de la comunidad internacional sobre la magnitud de este problema), Venezuela, Bolivia y Paraguay son parte de los países que más atados están al extractivismo en Sudamérica.
Sacando lecciones
Aún es muy temprano para enunciar conclusiones, pero parece que Bolivia y Paraguay, en pos de rutas distintas, están arribando a una meta compartida: uno, con su proyecto indigenista y nacionalista; el otro con su discurso de apertura al capital extranjero. En lo que sí coinciden voluntariamente es en la intención de tocar las costas de los océanos que tienen más próximos. Bolivia, por el flanco occidental, lleva décadas exigiendo la devolución del puerto de Antofagasta, que le fue arrebatado por Chile durante la Guerra del Guano y del Salitre (1879-1883) y a través del cual podría sostener comunicación con el Pacífico. Paraguay, por el flanco oriental, ha negociado con Uruguay la construcción de un puerto de aguas profundas que le permitiría establecer contacto con el Atlántico.
A pesar de sus diferencias políticas y de sus desemejanzas como productores y abastecedores de materias primas, Bolivia y Paraguay saben que, mientras le encuentran una alternativa eficaz a ese extractivismo atávico, lo más sensato es la búsqueda del amortiguamiento de su impacto económico a través de la gestión del comercio marítimo con la menor cantidad posible de intermediarios. Tiene razón Eduardo Galeano cuando, en Las venas abiertas de América Latina, afirma: “Son mucho más altos los impuestos que cobran los compradores [norteamericanos, europeos o asiáticos] que los precios que reciben los vendedores [latinoamericanos]”. A la luz de lo expuesto, ambos países son parte de la tierra encallada, atrapada en medio de una enorme masa de tierra, que empujan por la izquierda y por la derecha, en aras de una salida al mar, intentando recobrar el impulso que la lleve hacia mejores derroteros.
*Las opiniones expresadas en este documento son responsabilidad del autor y no comprometen la opinión y posición del IPDRS.